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EL ALTAR DE LA CUESTA, por Juan Iván González


En la carretera vieja que va de Ciudad Victoria a Tampico está la villa de Llera de los Canales. Antes de llegar allí, si vienes desde la capital del estado, el tramo de carretera se curva a través de varios cerros. Son vueltas cerradas y es un peligro para quien no sepa manejarlo.
     A un lado tienes el bosque del cerro y, al otro, precipicios. A lo lejos ves valles llenos de cultivos de azúcar y montañas solitarias.
     Son los linderos de la Huasteca Tamaulipeca y el clima ya es selvático. En mis recuerdos siempre es verde. Ejidos de menos de diez casas atraviesan las partes más bajas de la zona y en la primavera hay tantas mariposas que parece que estás bajo el agua y que peces coloridos atraviesan tu camino de lado a lado.
     En el sexenio de Peña Nieto instalaron una plaza eólica: Tres Mesas. Entre los cerros se esconde y se asoma esa línea de molinos blancos coronando las montañas: grandes como la torre de un dios, pero pequeños como tus dedos si los ves desde la cuesta. En medio de una de las mesetas está el monumento que marca el Trópico de Cáncer. Es un globo terráqueo volteado con una línea marcada para la división infinita e invisible atravesándolo. Siempre ha estado grafiteado y cada vez que paso con mi madre ella dice: “La gente siempre arruina las cosas”.
      “¿Vamos a ir por La Cuesta de Llera?”, le preguntaba a ella cuando era niño siempre que preparábamos el viaje a Ciudad Mante para visitar unos familiares. La carretera nueva era, y es, más rápida, sus lados son menos peligrosos, pero para mi madre la ausencia de camiones vale el riesgo de caerse por un precipicio. Además, ella conoce el camino bien pues viajó por él toda su vida. Para ella, y ahora para mí también, La Cuesta es un viejo amigo.
     Cuando era pequeño las curvas más peligrosas estaban repletas de tumbas. Las cruces se amontonaban unas con otras como hongos, como huevos de insecto. Ese lugar que nos gusta tanto a mi madre y a mí fue un matadero. Antes de una buena
pavimentación o mejores opciones para atravesar la zona, La Cuesta de Llera era una trampa para conductores. Según páginas poco confiables de internet, los rumores cuentan los muertos en más de 200 en un tramo tan pequeño. Carros, tráileres y camiones chocando o cayendo al vacío, derrapando en la lluvia y la oscuridad, alimentando con sus cruces el paisaje de La Cuesta.
     Esas cruces desaparecieron cuando yo tenía 10 años. Al parecer, en el 2000 se hicieron cambios al lugar y se abrió la nueva carretera porque habían muerto tantas personas que el gobierno terminó haciendo algo al respecto. Quizás es egoísta, pero me gustaban las cruces. Me daban escalofríos y me encantaba verlas. De niño, La cuesta era una aventura de miedo, pero siempre pasé por ella sin daño alguno.
     Todavía está en pie una pequeña capilla en una de las partes más altas de La Cuesta. Cada año, si el clima es bueno, Ma y yo nos paramos allí y observamos. No hay mucho que ver, pero lo hacemos. Cada año tratamos de tomar fotos que no terminan de verse bien. Cada año Ma se queja de que el lugar entero huele a meados.
     La capilla es un pequeño edificio azul con un azulejo de la Virgen, a sus pies el espacio está repleto de velas y flores. Entre las flores hay marcas de cera de velas más viejas, algunos cigarros y credenciales de elector. Las familias marcan en las paredes sus apellidos y la fecha de su paso. La tinta negra brilla en mil pequeños garabatos a lo largo del azul cielo de las paredes. A Ma le parece una falta de respeto para el altar, así que nunca lo hemos hecho.
     Detrás de la capilla se ve un cerro solitario en medio del valle. Es un lugar hermoso, aunque apeste. Supongo que las almas de aquellas cruces han venido a concentrarse en este altar. Economía espiritual, depósito de almas compacto.
     No nos quedamos mucho tiempo. No hay nada para entretenerse y tampoco es como si el sitio cambiara mucho con los años. Era diferente cuando era niño, pero desde el 2000 La Cuesta ha quedado congelada y no se ha movido. Ya no tiene ni víctimas ni sangre para ser un lugar maldito. Tal vez, con algunos muertos más, se hubiese convertido en un famoso paraje embrujado.
     La carretera tenebrosa incipiente. Los cambios del Estado la hicieron fracasar, por eso La Cuesta me genera aún más simpatía. ¿Cuándo se acaba la violencia de un lugar que es olvidado? Ni idea. En el último viaje, Ma y yo nos fuimos pronto. Espero volver en el siguiente y seguir visitándola, hasta que un día ya no lo haga.

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