“El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos
de bestias y aves”, así comienza el día ‑no la novela‑ más famoso de la
literatura contemporánea. El 16 de julio de 1904, a las ocho de la mañana, Bloom,
un judío irlandés de casi 40 años, comienza una jornada que a la postre se
transformará en el día más largo de la historia: 800 páginas de la vida íntima
de un hombre, 16 horas de la vida de todos nosotros.
Ese día es Ulises, la novela más
importante de la lengua inglesa moderna que fue publicada en 1922, pero
imaginada desde 1904, según señala John McCourt en su libro Los Años de
Esplendor: James Joyce en Trieste, que recorre la vida del irlandés durante
su exilio en diversas ciudades de Europa.
La obra narra el viaje de Leopold Bloom
por la ciudad de Dublín. A modo de modernización de la de Odisea, el poema
épico de Homero, Ulises es un periplo en el que, como humanidad, todos estamos
embarcados. Tiene algo tan profundo que se celebra anualmente bajo el nombre de
Bloomsday.
Esta actividad, cuyo centro canónico no
puede ser otro que Dublín, se ha expandido por el mundo a lo largo de 75 años.
La primera edición se realizó en 1954, medio siglo después de los sucesos
narrados en el libro. Eventos que conmemoran una fecha real: la primera cita
que Joyce tuvo con su esposa Nora Barnacle, y que este año cumple su 115
aniversario.
Es importante resaltar el hecho
biográfico, pues toda la obra de Joyce se encuentra empapada por su vida, datos
que vuelven oscura a la novela, pero que también la enriquecen. Para otro
ejemplo, el mismo Leopold Bloom quien, según McCourt, está inspirado en un
hombre judío que ayudó a Joyce una vez durante alguna de sus interminables
juergas. Un hombre que también se veía acuciado por las infidelidades de su
mujer.
Llega el Doomsday
La primera edición del Bloomsday tuvo lugar gracias al
artista John Ryan, al novelista Brian O’Nolan, y sus amigos Patrick Kavanagh y
Anthony Cronin. Todos ellos acompañados por Tom Joyce, primo del autor de la
novela, quien había fallecido en 1941. Aun así, hay una carta de 1924 -dos años
después de la publicación del libro- en la que el mismo Joyce hace alusión a
que un grupo de personas llama al 16 de junio “Bloom’s Day”, nombre que se ha
constreñido a “Bloomsday”, juego de palabras con “Doomsday”: Día Final.
Durante la celebración los asistentes suelen
vestir a la usanza de la época: mujeres con sombrillas y guantes, hombres con
bombínes, boinas o tirantes. Todos se dedican a recorrer cada una de las nueve
paradas que Bloom hace en su viaje por ese Mediterráneo irlandés que es Dublín.
El recorrido inicia en la Torre
Martello, lugar de residencia de Joyce durante parte de su juventud; pasa por
la playa de Sandymouth Strand; llega al Cementerio Glasnevin; visita el Ormond
Hotel y finaliza en el pub Barney Kiernans, en donde se degustan los platillos
que Bloom cocina al inicio de su día: riñones de cerdo acompañados con té, emparedados
de pan de centeno negro con queso y cerveza.
La gastronomía y la geografía son
importantes para el Bloomsday desde luego, pero el personaje principal es el
libro, la historia, la vida. Durante el recorrido se lee parte de los episodios
más importantes de la novela: el principio donde Buck Mulligan conversa con un
joven Stephen Dedalus; las palabras del funeral de Paddy Dignam; y finaliza con
el monólogo de Molly Bloom, la esposa de Leopold, un huracán de pensamientos
sensuales.
Vivir fuera de la página
¿Por qué honrar de esta manera a la caminata de Leopold
Bloom?, es una pregunta que Enrique Vila-Matas, escritor español y febril
amante de la novela, explica con las siguientes palabras: “En buena parte, la
grandeza de Don Quijote, Hamlet o Simbad estriba en que sus personajes viven
fuera de la página, en el mundo, y lo que son y representan nos afecta en él”.
Esto quiere decir que los personajes
que viven en esas novelas como Alonso Quijano o el príncipe de Dinamarca ya
habitan nuestro mundo, son parte de nuestra vida a fuerza de su personalidad y el
arquetipo que encarnan. Estos seres se convierten en fuerzas e ideas que
deforman nuestra concepción sobre ellos y nuestra realidad, nos ponen en
contacto con lo que somos en lo más profundo. Hay quienes ven en Odiseo una
visión del alma. Hay quienes ven en Leopold el alma del hombre moderno.
Y esto se logra, según continúa
Vila-Matas, gracias a que “se trata de una relación profundamente vital. Lo que
hacen los dublineses ese día es encarnar a los personajes del libro,
convertirse en ellos, arrancarlos de la página y llevarlos al mundo
tridimensional de la calle”.
El Bloomsday es la celebración de la
vida de un día, pero también de una obra que fue escrita para vivirse a medida
que la mirada avanza por las letras impresas. Al leerse de manera consecutiva
las poco más de 800 páginas de la novela dan un total de 16 horas de lectura,
el mismo tiempo que transcurre en la vida de Leopold Bloom desde su desayuno, a
las 8:00 de la mañana, hasta el capítulo final en el que se conversa con el
joven Dedalus, cerca de la medianoche. Minutos más, minutos menos.
Esto es así porque como señala el
crítico Harry Levin en su ensayo Montaje, incluido en el libro James
Joyce, “los Sucesos del Ulises no llevan más tiempo que el que se ocupa en
su lectura; parece que los hechos se fueran produciendo conforme los vamos
leyendo”. Esto debido a que la técnica narrativa de Joyce en su libro fue
parecida a la de la escritura de un guion cinematográfico, en la que cada
escena transcurre en “tiempo real”.
Una vez más la biografía al servicio de su ficción, pues el
irlandés llevó el primer cinematógrafo a su ciudad natal, en donde fracasó.
Pero de manera irónica, recurso que no
es ajeno a la obra de Joyce, el Bloomsday es más una celebración de esa vida
que ha cobrado cuerpo y forma por sí misma, que de la misma lectura que lo vio
nacer. Como escribe Vila-Matas en uno de los recuerdos que tuvo en compañía de
La Orden de Finnegan’s -un conjunto de escritores españoles fanáticos de la
obra Joyceana- son realmente pocas las personas que han leído el libro tanto en
Irlanda, como en el mundo. Pero eso, desde luego, no es impedimento para vivir
el Bloomsday.
La ciudad y la metáfora
El escenario de la excéntrica caminata no puede ser otro que
Dublín -¡ay de todos aquellos que la reproducimos fuera de su ambiente natural
y debemos acoplarnos al espacio!-, ciudad de la cual Joyce dijo en una entrevista
que si llegara a desaparecer, se podría reconstruir a partir de sus libro El
Retrato de un Artista Adolescente, Dublineses y Ulises.
En cada uno de estos libros se hace un
recorrido a pie por las calles de la ciudad que vio nacer a Joyce en 1882.
Descripciones que muestran la capacidad de un ojo entrenado para ver lo que se
oculta bajo la pátina de suciedad que había en la capital irlandesa de su
tiempo, la suciedad que conforma el mundo en el que se mueven los personajes
que creó el escritor y que los cubre como como una capa de tierra a las papas
irlandesas.
A pesar de esa afirmación, Dublín aparece dibujada como dos
cosas: un espacio para que se muevan los personajes de Joyce, pero
principalmente como un pretexto para exteriorizar las emociones y los deseos
que los mueven.
La verdadera Dublín de Joyce aparece en
el interior de sus personajes como una metáfora de la pobreza y la decadencia,
el dolor y el rechazo, pero construida con las palabras y las emociones con la
que hablan de ella. Ahí es cuando Dublín adquiere una dimensión emocional que
envuelve y encierra a sus habitantes.
De ahí que Harry Levin exprese en su ensayo La Ciudad,
que para el autor “el trabajo del escritor era recoger esos estados de espíritu
fugitivos y delicados para convertirse en un coleccionista de epifanías”, de
revelaciones personales. La mayoría de ellas hacia la pérdida.
Esa visión personal, social y
metafísica que mantuvo el autor sobre su ciudad natal es visible de manera
clara en sus tres principales obras, la mayoría de ellas escritas desde el
exilio en Trieste. Esto le da una distancia objetiva a Joyce para hablar de
ella, pero impregnada por la subjetividad que le dieron sus años de juventud.
La primera de estas obras es Retrato
de un Artista Adolescente, en la que Stephen Dedalus -alter ego de Joyce y
a quien veremos nuevamente en Ulises-, camina por las calles de un
Dublín que se ve desde el interior del personaje mismo. Los pensamientos deforman
y crean a la capital irlandesa al capricho de su lenguaje, volviéndola un
espacio de autoconocimiento. La “soledad” que le ofrece Dublín es aquella que
todos nosotros necesitamos para reflexionar sobre el mundo que nos rodea y al
cual vemos con nuestras ideas, prejuicios y demás.
El segundo libro es Dublineses,
una colección de cuentos en el que la ciudad alberga historias de fracasos
amorosos, económicos y personales. En este caso Dublín puede observarse de
manera más detenida y la conocemos mejor: los barrios pobres, los personajes
perdidos, la pesadez de un ambiente dramático a punto de la guerra y con siglos
de dolorosa historia detrás. En estos relatos el lector percibe una forma
física de esas emociones que los hieren. En Dublineses son los otros
personajes, las relaciones con ellos y su movimiento por la ciudad, los que
permiten que se llegue a los momentos epifánicos que tanto busca Joyce. Frases
que atraviesan al lector como una aguja a la piel: punzante y certera.
En Ulises, en cambio, se unen
estos dos puntos de vista y el abordaje de la ciudad, dando una nueva dimensión
de construcción espacial a la Dublín joyceana. Ya que esta novela apunta
nuevamente Levin u es la que “hace entrar la introspección de El Retrato de
un Artista Adolescente en el paisaje exterior de Dublineses. El
libro podría describirse como un esfuerzo desesperado para reincorporar al
artista a su ciudad natal”, de la cual estuvo lejos durante 20 años.
En 1902 Joyce se mudó a París como
estudiante. Dos años después se iría a Zurich y Trieste, lugar en donde fueron
escritos la mayoría de los cuentos de Dublineses y comenzó a gestarse Ulises.
Y aunque realizó varios viajes a Dublín, nunca más regresó de manera
definitiva. En 1920, gracias al poeta Ezra Pound, Joyce se afinca en París
hasta el día de su muerte, aunque su leyenda comenzó un 16 de junio de 1904.
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