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London Calling (Aproximación No.1), por Fernanda Reinert


A todo se acostumbra uno. Las conservas, comida enlatada y deshidratada, por ejemplo, te saben normal cuando llevas dos años comiéndolas. Te acostumbras a tomar un vaso de agua en cada comida, y nada más. A sentirte triste, a veces porque no has visto el sol en mucho mucho tiempo y te falta vitamina D. A todo, “todo se acostumbra mucho”. Eso decía mamá (siempre citando a la abuela). También decía “que no hay plazo que no llegue ni fecha que no se cumpla”. Las reservas de comida, por ejemplo, estaban pensadas para alimentar a cuatro personas por un año. Nosotros, dos, pudimos extenderlas a dos años, pero no más. El agua estaba pensada para más tiempo, pero creo que no fuimos muy cuidadosos y se nos acabó casi al mismo tiempo que la comida. Por eso mañana saldremos del búnker.
El abuelo lo construyó para él, su esposa y sus dos hijos. Tuvo la suerte (o tal vez la mala fortuna, porque creo que le emocionaba la idea) de que la guerra nuclear no llegara hasta mucho después de que sus hijos se casaron, de que mi papá nos tuviera a mi hermano y a mí, y de que él y la abuela murieran. Pero incluso sin la guerra, el búnker nos hubiera servido, porque desde tiempo antes de que ésta estallara ya llevaban sucediendo cosas extrañas. Algo se venía cocinando, cada vez con más velocidad. Algo que desde varios meses antes me tenía muy intranquilo.
Lo bueno fue que, antes de morir, el abuelo nos habló a mi hermano y a mí del búnker. Rafa tenía trece años y yo nueve, y mis papás le encargaron cuidarnos porque tenían un viaje. El primer día que estuvimos con él, nos levantó temprano y dijo que no iríamos a la escuela. Subimos a su auto que olía a cigarro y manejamos hasta la carretera a Santiago. Desde arriba, sólo se veía una caseta en medio del terreno. Entramos.
Lo construyó cuando se vino de Texas a Monterrey y comenzó su empresa. En cuanto tuvo dinero compró el terreno en esa zona donde, según él, antes no había nada, y comenzó a construirlo. Y es que él sí había vivido el peligro, la angustia. Una juventud en Texas con Jruschov y Brezhnev y las constantes amenazas de nukes. En su primaria le enseñaron a esconderse debajo del escritorio en caso de un ataque, pero ¿cómo un escritorio te protegería? En su casa había una bodega con conservas para un año, pero ¿de qué servirían si no tenían refugio? Por eso construyó ese lugar debajo de la tierra que ahora tenía en las paredes fotografías de Kennedy, Nixon y Eisenhower, que olía a encerrado y donde las luces producían un zumbido al prenderse. Según el abuelo, este lugar nos salvaría de esos mutherfuckers. Un año después, me dio una llave a mí y una a mi hermano. Luego se dio un tiro para no tener que soportar el dolor del cáncer testicular. Mi abuela murió poco después, de tristeza, dijeron.
La llave llevaba mucho tiempo guardada en el fondo de mi memoria y en el fondo de un cajón cuando empezaron los eventos alarmantes. En medio del caos, Rusia y Corea del Norte se aliaron, lo mismo hicieron por su parte Estados Unidos e Inglaterra con muchos países, incluyendo México. Miguel me decía que no podía ser una guerra mundial, que el término era anacrónico, pero había algo extrañamente familiar en la forma en la que se movía la información, en el tono en que los medios hablaban sobre los movimientos de cada parte. Luego, comenzaron las amenazas nucleares. Miguel me tomaba la mano y me decía tranquilo, con las bombas se negocia, no se pelea. Pero seguía sintiéndome incómodo. Mi papá ponía la televisión a la hora de cenar y veíamos las noticias, cada nota más alarmante, cada día con mayor tensión. Hubo una ocasión que la presentadora comenzó a llorar a la mitad de la transmisión. Tuvieron que cortarla y siguió un anuncio de Coca Cola (extraño el sabor de la coca cola como a pocas cosas de la superficie).
Poco después de ese día, en una de esas ocasiones que veíamos la tele, mi hermano se estiró y la apagó de repente. Tengo algo que decirles. Mis papás se le quedaron viendo con un bocado a medio masticar. Me voy a unir al ejército. ¿A qué ejército, si México no está participando en la guerra? Londres está llamando a los aliados a mandar refuerzos, la secretaría de defensa convocó a unirse a un escuadrón especial para apoyarlos. Mis papás guardaron silencio un momento. ¿Por qué quieres ir? Quiero ser el orgullo del abuelo.
En ese momento lo recordé. Esa noche, después de escarbar en mi cajón, con la llave en la mano, fui al cuarto de Rafa y le dije. Hay una forma de salvarnos. Los cuatro. Es lo que el abuelo hubiera querido. Rafa me miró con asco. Los hombres tenemos que ir a pelear, pero tú no eres hombre, tú eres un marica.
La primera vez que llevé a Miguel a la casa nos encerramos en mi cuarto, diciendo que íbamos a jugar videojuegos. Rafa me invitó a subir el monte al otro día. Nos despertamos temprano y fuimos solos. A medio camino, me llamó maricón y me golpeó en el ojo. Me tiró al piso, me pateó, me siguió gritando puto y zorra y perra y que era una vergüenza para la familia. No me defendí porque, en el fondo, sentía que lo que decía era verdad. 
Por eso cuando Rafa me dijo que no se resguardaría conmigo, llamé a Miguel, subimos a su carro y lo guíe hasta el búnker. Cuando lo recorrimos, me dijo que estaba loco, que eso no pasaría. Repitió que no me preocupara y me dio un beso en medio de ese olor a encerrado. Pero una semana después, llegó una alerta a nuestros celulares. Se habían disparado los primeros misiles. Se sugería a la población buscar refugio. Pensé en los bancos de la primaria del abuelo. Miguel pasó por mí y fuimos directo al búnker. Esa noche, acaricié su cabello mientras lloraba. Haría eso muchas noches más.
A todo se acostumbra uno. Creo que lo más difícil de adoptar ha sido el silencio. Abajo de la tierra, entre las gruesas paredes de concreto, no se escucha más que el zumbido de las lámparas. Junto a mi viejo cuarto, allá arriba, había un árbol y una bandada de pájaros llegaba por las tardes para dormir. A veces creo que el recuerdo del sonido es un invento de mi mente (de un tiempo para acá tengo mucho miedo a olvidar). Hay días enteros que no cruzo palabra con Miguel. Pareciera que encerrados aquí abajo no hay mucho que decirnos, pero creo que está bien. No sé qué haría si estuviera solo. Hay otras formas de silencio: poco después del ataque, dejamos de tener señal en nuestros celulares. No había forma de saber lo que estaba pasando afuera, si alguien había sobrevivido, si nos estarían buscando, si quedó algo de lo que conocíamos como nuestro. Sólo estas paredes grises.
Pero “no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla”. La comida se acabó y, según los cálculos del abuelo, salir después de un año del ataque debería ser seguro. O dos, que era nuestro caso (y ya no quedaba otra opción). No sé qué esperar de allá arriba. No me ilusiono pensando que habrá algo fresco, fruta, comida caliente. Tal vez quede algo enlatado, si es que no tiene radiación (¿para qué sobrevivir?). Tal vez podamos cosechar nuestra propia comida, encontrar cloro para tratar agua. Miguel dice que deberíamos buscar a otros sobrevivientes. La verdad, eso es lo que me da más miedo. No me preocupa no encontrar comida, ni la radiación, ni morir de sed. Lo que me aterra es salir, ver el sol, y tener que caminar por ciudades desiertas.

Comentarios

  1. ¡Muy buen cuento! Me gustó mucho cómo está redactado. Me pareció muy bello y triste, puedo entender el sentimiento del final de ver calles vacías porque más o menos se siente con el coronavirus. Sé que no es lo mismo, pero parecido.

    Te felicito, Fernanda :)

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