A todo se acostumbra uno. Las
conservas, comida enlatada y deshidratada, por ejemplo, te saben normal cuando
llevas dos años comiéndolas. Te acostumbras a tomar un vaso de agua en cada
comida, y nada más. A sentirte triste, a veces porque no has visto el sol en
mucho mucho tiempo y te falta vitamina D. A todo, “todo se acostumbra mucho”.
Eso decía mamá (siempre citando a la abuela). También decía “que no hay plazo
que no llegue ni fecha que no se cumpla”. Las reservas de comida, por ejemplo,
estaban pensadas para alimentar a cuatro personas por un año. Nosotros, dos, pudimos
extenderlas a dos años, pero no más. El agua estaba pensada para más tiempo,
pero creo que no fuimos muy cuidadosos y se nos acabó casi al mismo tiempo que
la comida. Por eso mañana saldremos del búnker.
El abuelo lo construyó para él, su
esposa y sus dos hijos. Tuvo la suerte (o tal vez la mala fortuna, porque creo
que le emocionaba la idea) de que la guerra nuclear no llegara hasta mucho
después de que sus hijos se casaron, de que mi papá nos tuviera a mi hermano y
a mí, y de que él y la abuela murieran. Pero incluso sin la guerra, el búnker
nos hubiera servido, porque desde tiempo antes de que ésta estallara ya
llevaban sucediendo cosas extrañas. Algo se venía cocinando, cada vez con más
velocidad. Algo que desde varios meses antes me tenía muy intranquilo.
Lo bueno fue que, antes de morir, el
abuelo nos habló a mi hermano y a mí del búnker. Rafa tenía trece años y yo nueve,
y mis papás le encargaron cuidarnos porque tenían un viaje. El primer día que
estuvimos con él, nos levantó temprano y dijo que no iríamos a la escuela.
Subimos a su auto que olía a cigarro y manejamos hasta la carretera a Santiago.
Desde arriba, sólo se veía una caseta en medio del terreno. Entramos.
Lo construyó cuando se vino de Texas
a Monterrey y comenzó su empresa. En cuanto tuvo dinero compró el terreno en
esa zona donde, según él, antes no había nada, y comenzó a construirlo. Y es
que él sí había vivido el peligro, la angustia. Una juventud en Texas con Jruschov
y Brezhnev y las constantes amenazas de nukes.
En su primaria le enseñaron a esconderse debajo del escritorio en caso de un
ataque, pero ¿cómo un escritorio te protegería? En su casa había una bodega con
conservas para un año, pero ¿de qué servirían si no tenían refugio? Por eso
construyó ese lugar debajo de la tierra que ahora tenía en las paredes fotografías
de Kennedy, Nixon y Eisenhower, que olía a encerrado y donde las luces
producían un zumbido al prenderse. Según el abuelo, este lugar nos salvaría de
esos mutherfuckers. Un año después,
me dio una llave a mí y una a mi hermano. Luego se dio un tiro para no tener
que soportar el dolor del cáncer testicular. Mi abuela murió poco después, de
tristeza, dijeron.
La llave llevaba mucho tiempo
guardada en el fondo de mi memoria y en el fondo de un cajón cuando empezaron
los eventos alarmantes. En medio del caos, Rusia y Corea del Norte se aliaron, lo
mismo hicieron por su parte Estados Unidos e Inglaterra con muchos países,
incluyendo México. Miguel me decía que no podía ser una guerra mundial, que el
término era anacrónico, pero había algo extrañamente familiar en la forma en la
que se movía la información, en el tono en que los medios hablaban sobre los
movimientos de cada parte. Luego, comenzaron las amenazas nucleares. Miguel me
tomaba la mano y me decía tranquilo, con las bombas se negocia, no se pelea.
Pero seguía sintiéndome incómodo. Mi papá ponía la televisión a la hora de
cenar y veíamos las noticias, cada nota más alarmante, cada día con mayor
tensión. Hubo una ocasión que la presentadora comenzó a llorar a la mitad de la
transmisión. Tuvieron que cortarla y siguió un anuncio de Coca Cola (extraño el
sabor de la coca cola como a pocas cosas de la superficie).
Poco después de ese día, en una de
esas ocasiones que veíamos la tele, mi hermano se estiró y la apagó de repente.
Tengo algo que decirles. Mis papás se le quedaron viendo con un bocado a medio
masticar. Me voy a unir al ejército. ¿A qué ejército, si México no está
participando en la guerra? Londres está llamando a los aliados a mandar
refuerzos, la secretaría de defensa convocó a unirse a un escuadrón especial
para apoyarlos. Mis papás guardaron silencio un momento. ¿Por qué quieres ir?
Quiero ser el orgullo del abuelo.
En ese momento lo recordé. Esa
noche, después de escarbar en mi cajón, con la llave en la mano, fui al cuarto
de Rafa y le dije. Hay una forma de salvarnos. Los cuatro. Es lo que el abuelo
hubiera querido. Rafa me miró con asco. Los hombres tenemos que ir a pelear,
pero tú no eres hombre, tú eres un marica.
La primera vez que llevé a Miguel a
la casa nos encerramos en mi cuarto, diciendo que íbamos a jugar videojuegos. Rafa
me invitó a subir el monte al otro día. Nos despertamos temprano y fuimos
solos. A medio camino, me llamó maricón y me golpeó en el ojo. Me tiró al piso,
me pateó, me siguió gritando puto y zorra y perra y que era una vergüenza para
la familia. No me defendí porque, en el fondo, sentía que lo que decía era
verdad.
Por eso cuando Rafa me dijo que no
se resguardaría conmigo, llamé a Miguel, subimos a su carro y lo guíe hasta el
búnker. Cuando lo recorrimos, me dijo que estaba loco, que eso no pasaría. Repitió
que no me preocupara y me dio un beso en medio de ese olor a encerrado. Pero
una semana después, llegó una alerta a nuestros celulares. Se habían disparado
los primeros misiles. Se sugería a la población buscar refugio. Pensé en los
bancos de la primaria del abuelo. Miguel pasó por mí y fuimos directo al
búnker. Esa noche, acaricié su cabello mientras lloraba. Haría eso muchas noches
más.
A todo se acostumbra uno. Creo que
lo más difícil de adoptar ha sido el silencio. Abajo de la tierra, entre las
gruesas paredes de concreto, no se escucha más que el zumbido de las lámparas.
Junto a mi viejo cuarto, allá arriba, había un árbol y una bandada de pájaros
llegaba por las tardes para dormir. A veces creo que el recuerdo del sonido es
un invento de mi mente (de un tiempo para acá tengo mucho miedo a olvidar). Hay
días enteros que no cruzo palabra con Miguel. Pareciera que encerrados aquí abajo
no hay mucho que decirnos, pero creo que está bien. No sé qué haría si
estuviera solo. Hay otras formas de silencio: poco después del ataque, dejamos
de tener señal en nuestros celulares. No había forma de saber lo que estaba
pasando afuera, si alguien había sobrevivido, si nos estarían buscando, si
quedó algo de lo que conocíamos como nuestro. Sólo estas paredes grises.
Pero “no hay fecha que no se llegue
ni plazo que no se cumpla”. La comida se acabó y, según los cálculos del abuelo,
salir después de un año del ataque debería ser seguro. O dos, que era nuestro
caso (y ya no quedaba otra opción). No sé qué esperar de allá arriba. No me
ilusiono pensando que habrá algo fresco, fruta, comida caliente. Tal vez quede
algo enlatado, si es que no tiene radiación (¿para qué sobrevivir?). Tal vez
podamos cosechar nuestra propia comida, encontrar cloro para tratar agua.
Miguel dice que deberíamos buscar a otros sobrevivientes. La verdad, eso es lo
que me da más miedo. No me preocupa no encontrar comida, ni la radiación, ni morir
de sed. Lo que me aterra es salir, ver el sol, y tener que caminar por ciudades
desiertas.
¡Muy buen cuento! Me gustó mucho cómo está redactado. Me pareció muy bello y triste, puedo entender el sentimiento del final de ver calles vacías porque más o menos se siente con el coronavirus. Sé que no es lo mismo, pero parecido.
ResponderBorrarTe felicito, Fernanda :)