Ir al contenido principal

COSTURA I, por Elena Gómez



Un carrete de hilo de algodón azul. Tomo un extremo por la punta con mi pulgar e índice. Lo introduzco en mi boca humedeciéndolo con la lengua. Insaboro. Ensarto y hago el nudo al final de la hebra. Hundo la aguja en el paño de la misma forma como los delfines se sumergen. Los diminutos agujeros de la trama de la tela muestran el camino por el cual debo hilvanar la bastilla. Arriba, abajo, arriba, abajo, puntadas del tamaño de una hormiga, casi idénticas, como la rutina de un día cualquiera. Hoy me topé a la mujer que me dijo que era una inútil. Ella me pareció pequeña, limitada, marchita. Mientras corría por la calle, tratando de alcanzar a mi par de chiquillos que aceleraban el paso para llegar a tiempo a sus talleres, me sentí volar, con el cabello castaño claro despidiendo un sutil olor a manzana verde, mi bolso al hombro y los labios [hoy húmedos y más carnosos que de costumbre] ligeramente satinados. Hoy no amanecí vieja. Me sentí viva desde que abrí los ojos. Mis poros despidieron un olor dulzón. No me sentí seca. Preparé el café veracruzano. Volví a la cama mientras esperaba a que hirviera. Observé mis pies, que como trozos de marfil resaltan sobre las sábanas púrpura. Me gustan. Y mi cabello también. Arriba, abajo, hilvano de nuevo. Hoy voy a decirles cuánto los amo [ayer se los dije al acostarlos cuando les hice curruquín]. Cierro los ojos apretándolos. Es nuestra clave secreta. Me corresponden. Las manzanas que me regaló Carmelita se me van a echar a perder si no las como pronto. Puedo hacer un pay, voy a morder una ahora mismo. ¡Qué rica! El jugo me escurre por la comisura del labio. No son de importación, son más dulces. Me pincho. Chupo la gotita de sangre de la yema de mi índice. Hierro. Recuerdo al tío Toño, cuando en la sierra se ponía a cortar [con la mano a la que le faltaba medio dedo] con su navaja orejones de las manzanas que estaban picadas por los pájaros. Cortaba las rodajas y las acomodaba encima de un camper viejo que tenía en el patio de la casa. A veces me gustaba robarme alguno. La carne de la fruta deshidratada se esponja y se siente bien entre los dientes. Yo ayudaba a limpiar manzanas durante la cosecha: golden y red delicious. Cada color en una caja diferente. Las pequeñas abajo y las grandes arriba. Cada una forrada en un papel de china color morado. El olor invadía. El de mi champú no se compara con ese. La tía Linda me ofrecía un jarro con té de menta, después de cortarla en la falda de la sierra. Era difícil encontrar las florecillas que como estrellas saltaban a la vista sobre el follaje. Llovía y me sentaba en el exterior bajo el techo de lámina oxidada sobre un tronco que ella y el tío Toño usaban como banca. Tomaba entre mis manos el jarro caliente que humeaba y veía las gotas de la lluvia colgarse del techo. El fresco me erizaba el vello de la piel. Arriba, abajo, se me acaba el hilo. Hay que enhebrar la aguja de nuevo. Si lo pongo muy largo se enreda la hebra. Si la pongo muy corta apenas doy unas puntadas y tengo que dejar la costura. Dejar la costura. La abuela usa esas palabras. Les enseñaban a coser y bordar, y –bordaban las sábanas de la noche nupcial. La idea me parecía de ensueño cuando niña. Ya no. Hubiera traído conmigo el dedal. Me punza el dedo medio de tanto empujar la aguja. Así como a veces he sentido que me quemo. Por nada. Porque las hormonas, o el humor, o porque el niño no aprende a poner los zapatos en su lugar y la niña batalla para levantarse en las mañanas. Y pienso: soy mala. O porque hablo con la pared, pero la mustia no me contesta. Porque los abuelos están enfermos. Cáncer. Edad de viejos, dicen. Les duele, la vejiga les duele. Se les tapa y no pueden orinar. Uno de ellos sabe de qué está enfermo. Aún no aprende a ser feliz. El otro no sabe. Se sigue sintiendo león de manada. Nadie le dice. Soy cómplice. Nos insulta cuando le llevamos comida. No se da cuenta que si lo deseáramos podríamos dejarlo morir de hambre. Nadie le dice. Convendría para ablandarlo un poco. Qué caso tiene. Mejor que viva en paz sus últimos días. Total, vivimos algo así como dos días en el tiempo universal. Quesque no le quieren dar tequila. Yo le sigo regalando su botella de José Cuervo cada año. Es el único que me hace tomar un caballito de tequila. Los viejos viven para los nietos. No sólo estos viejos, sino todos los que conozco. Hilvano rápido un tramo. Por estar pensando me fui un tanto chueca. Descoso lo avanzado. Se perforó la tela. Un minúsculo agujero en el paño se ve enorme. En el universo no es nada. Me gusta que el hilván quede invisible. Que no se note el revés. Ojalá que pueda resolver lo de la demanda. Ojetes abogados de mierda que se pusieron de acuerdo con la otra parte para fregarnos. Se frunce la tela. El hilo se me hizo nudo. Trato de desbaratarlo con la punta de la aguja. Mira que ahora que me den el amparo las cosas se van a poner en su lugar. A los cuatro los he de ver cuando Dios me conceda la venganza. La tela está larguísima. Desato el nudo. Me siguen fascinando los besos de Nash. Me enloquecen sus canas y las finas arrugas alrededor de sus ojos. Es lo más sensual que un hombre puede tener.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici

Secuencia de un instante, por Daniela Méndez Vega

Desde mi cama, veo por la ventana un globo que escapa, es de un color difuso. Mis venas están hinchadas, huele a orines. A mi vecina de cuarto le hacen diálisis, sus hijos tragan lágrimas y respiran apretado. El sabor de la gelatina no me quita lo amargo de la lengua.  Retrocedo a un tiempo de imágenes indefinidas, a un invierno de sonidos pretéritos, que regresan como fragmentos y vuelven a ser los mismos. Todo empieza, desenredo mi memoria. Tenía 15 años cuando me acostumbré a la violencia, a los silencios y palabras hirientes. Conocí a Raúl en un mercado. Él vendía fruta en temporada de posadas, acababa de cumplir 20 años. Su mirada era melancólica, tenía chatos los dedos de las manos, se mordía las uñas. Guardaba rencor a su infancia, su padre lo golpeaba con una pala y lo corría de su casa. Raúl hacía promesas de días prósperos y caminos tranquilos, pero acostumbraba quemar mi cuerpo con cigarros, rompía mis cosas, me gritaba, me pedía perdón y me contaba historias v

Las películas extranjeras, por Raúl Lemuz

Dentro del tanque del excusado guardo una pistola nueve milímetros. Pagué dos mil pesos y un juego de sillones semi nuevos por ella. Mi dealer de planta me aseguró que funcionaba a la perfección: Ya está calada, tiene dos muertos encima. Supuse que no debía probarla, dos muertos encima me parecieron suficientes para no dudar de su letalidad.  La idea de guardar ahí la Nueve Eme, como yo la llamo, la tomé de una película extranjera de los años ochenta. No recuerdo si es italiana o francesa, pero es rara como todas las que se producen en el viejo continente. En el filme un hombre calvo y con bigote esconde de su esposa una revista pornográfica cubierta por una bolsa de plástico. Un día su hijo, un adolescente, encuentra por error la revista y queda maravillado por las imágenes. Después de aquel descubrimiento, el hijo no puede parar de entrar al baño, echar una mirada a las revistas y tirarse una paja. El desenlace de la película es fatal. El adolescente está enganchado a la revista ig