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EL TRUE COST DE UN SUELDO BASE, por Aida Sifuentes


 “Tómele una foto, inge, se ve bien padre”, me dice Toño, el chofer. Será tan sólo un par de años mayor que yo, pero me habla de usted y suena divertido escuchar el tono de respeto en sus jóvenes labios. Preparo el celular, pero cuando veo el acantilado siento un vértigo que me repliega al asiento.
     “Desde allá veníamos” añade, señalando la carretera que a la distancia parece sólo un trazo de esos que dejan los niños cuando dibujan en el suelo. Me dan ganas de gritarle que tome el volante con ambas manos, pero no quiero que los cuatro acompañantes noten mi nerviosismo porque, cuando al fin lleguemos, me convertiré en su jefa.
     Justo ahora atravesamos la cuesta de Malena, que se encuentra a mil 360 metros sobre el nivel del mal (según lo que encontré en Google).  El abismo será de unos 40 o 60 metros y, entre las curvas de la carretera, luce más temible. El aire puro de la sierra golpea mis mejillas y la frescura de la brisa me sorprende. Hace apenas dos horas que dejamos Múzquiz y ya extraño el calor fulminante de los 40 °C que nos ofrece el verano del semidesierto Coahuilense.
     Seguimos subiendo y yo me concentro en las variaciones del paisaje rocoso para no marearme y vomitar. Ojalá hubiera sido una alumna más despierta en clases de geología para ahora distraerme tratando de clasificar una piedra en isomórfica o metafórfica, pero memorizar mamotretos jamás ha sido mi fortaleza. Así que mi mente viaja a las montañas rusas y las atracciones mecánicas, que para mi espíritu son como una herramienta de tortura indescifrable. ¿Por qué alguien desearía pagar para ir a vaciar el estómago después de agitarse como loco en un armatoste de metal? Deben ser psicópatas o tener algún trastorno esas personas que, por voluntad propia, quieren sentir que el corazón les va a estallar. O, en todo caso, terminar exhibidos en YouTube después de gritar, manotear y desmayarse. Igual de trastornados que a la primera que se le ocurrió fundar un parque de diversiones donde pudieran ir a sentir la adrenalina y la velocidad a cambio de unos pesos. El capitalismo no perdona a nadie.
     A la vuelta y vuelta de las curvas me reprocho haber aceptado este trabajo sin antes considerar lo que implica refundirse en la sierra, sin señal y sin datos móviles. Debí pedir fotos de cómo era el lugar, googlearlo, revisar en Linkedin los reviews de la empresa o algo, pero no. En un impulso que contradice todos los postulados sobre lo que se espera de un millenial, me dejé seducir por un sueldo estable (y algo regordete), seguro social y otras de esas prestaciones que los baby boomers suelen revisar con lupa, pero que a mi desconcertada generación de freelancers le resulta casi como encontrarse con la cueva de Alí Baba.  
     El problema es que los millennials pasamos de ser un meme que satiriza a la juventud a transformarnos en la fuerza laboral, que debe (o debería) mover al país y no permitir que los sistemas de pensiones y seguro social colapsen. En medio de este caos de confusión voy yo, camino a una mina de plata.
     Me convertí en aquello que juré destruir. Una adulta capaz de cubrir jornadas laborales de doce horas y entregar toda su energía y espíritu a cambio de varios salarios mínimos.
Para una camioneta cargada con estuco, cemento y bloques de 20, la travesía es de aproximadamente, tres horas y media, entre pavimento, curvas y terracería. Por fortuna el tiempo se consume veloz cuando hay una buena plática… y yo voy acompañada de cuatro “maistros” profesionales que saben rellenar el tiempo entre chistes obscenos, dobles sentidos y anécdotas de las borracheras. También poseen esa autoconfianza natural de los hombres para hablar como expertos acerca de cualquier tema que se presente, así que voy allí, recién conociéndolos, mientras me cuentan como hace más de 100 años Coahuila estaba sumergido bajo el mar, que si escarbamos seguro encontramos conchitas convertidas en piedra y que, aunque no lo crea, también había dinosaurios gigantes por todo este terreno. Por eso en las placas de los automóviles salen dinos, porque todo esto era como Jurasic Park. La naturaleza con la que se da la conversación me agrada. El tono con que mezclan el respeto y la condescendencia en su voz me parece divertido.
     Imagino lo difícil que debe ser para unos señores que tienen más de 20 años trabajando como albañiles, con hijos y hasta nietos, encontrarse en la situación de que una muchachita (quien a simple vista no parece conocer mucho del mundo) de pronto se presente como residente de obra a cargo.
El grado de dificultad aumenta porque, además de la relación laboral en jornadas de 12 horas diarias, tendremos que vivir juntos en la sierra durante periodos de 21 días consecutivos. No sé quién se siente más confundido acerca de todo esto, ellos o yo.
     Veo la cima de la sierra y me impresiona la cercanía de las montañas. Parece que de pronto el cerro completo se precipitara sobre nosotros. Pienso en los versos de José Othón: mira el paisaje / árido y triste / inmensamente triste. Me dan ganas de llorar, pero no sé si es por el poema o porque ya no hay vuelta atrás.
     Antes de partir una de mis preocupaciones fundamentales era ¿cuántos libros empacar para 21 días? Ahora caigo en cuenta que me enfrentaré a problemas mucho más complejos que quedarme sin que leer a media jornada.
     Llegamos. Al entrar al campamento uno de los albañiles dice “hogar, dulce hogar, ya volvimos”. Lo escucho y siento nauseas otra vez. Pero aún me faltan 20 días para poder irme. 
      La mina es como un pequeño pueblo. Tiene su propia iglesia, hospital, tienditas, gym, colonias habitacionales. Letreros viales de “Alerta en presencia de osos, no correr, no gritar, no alimentarlos”. Las cúspides de los cerros están donde quiera que mires. La soledad.
Este no es un lugar para un millennial.  

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