Tus
ojos son este cuarto oscuro y la luz dura de la computadora sobre mi cara, tu
risa hambrienta. Afuera la nieve. El viento frío se cuela bajo la puerta, roza
mis pezones, mi vientre y mis nalgas. Por la ventana rota entra el agua y moja
mi cama, moja mis sábanas. Tu aliento es cada sombra que absorbe mi sombra,
cada silencio que me arropa y la noche y la lluvia y el viento.
Mi
aliento ruge alcohol y me revuelve la panza. Me dan ganas de vomitar. Camino
temblando hasta el baño donde mi cabeza cae dulce y estúpida sobre la taza,
como una rama que se rompe al caer de un árbol. Mi rostro se refleja deforme
entre el agua y la mierda acumulada porque la cadena no jala. Mis ojos se
revelan ojerosos y no, ya sé que no son los ojos de princesa que creía tener.
Son solo un par espejos lagañosos que te recuerdan.
Hace
ocho meses que no te veo. No, no es un recuerdo: cuento cada mes que no te veo,
cada día que no te veo, y sigo desnuda y sigo tirada en el piso del baño y sigo
con asco. A ratos la cara que refleja en el charco inmundo es la tuya. Necesario salir por una tina.
Levanto
la cabeza para tomar aire. Pero cuál aire. Llevo encerrada casi una semana y
con el cigarro y todo aquí hay más bien una especie de nube turbia. Respiro y
exhalo. Las cosas se ponen borrosas. Siento que en cualquier momento vas a
aparecer por el marco de la puerta, solo para confundirme con un ciervo herido,
acariciarme la cabeza, recogerme el pelo y echarme una mirada chiquita, de esas
que dicen pobrecita, sin que abras la
boca.
Por la ventana entra la luz de una farola. Qué dulce
y acogedor es lo artificial cuando una está tan así, como deshecha. Me muevo
tantito a la derecha y la luz me acaricia la espalda hinchada, la cicatriz en
el hombro izquierdo y las estrías que ahí empiezan y se extienden hasta debajo
de mis senos.
Me duele el pecho lleno de aire helado y
nostalgia. Me duele el pecho al
pronunciar tu nombre y tragarme el vómito otra vez y sentir el ardor en la
nariz. Traigo lumbre arrebatada por dentro. Mis piernas de ciervo se levantan
como pueden, sé que ya no son mías sino de un animal que se mueve por puro instinto.
Así, temblando, me regresan al escritorio y continuó el poema donde lo había
dejado:
y tienes un
corazón con la edad del fuego
Tu cabeza grita como un volcán activo
mientras tu cuerpo
tendido en el quirófano
está abierto como una granada
Tu cabeza grita como un volcán activo
mientras tu cuerpo
tendido en el quirófano
está abierto como una granada
Me
lo decías a diario: Princesa, tu corazón
tiene la edad del fuego. Tus manos levantaban mi mentón ante de darme un
beso en la frente. Eran tus excusas para hacerme olvidar que no habías pagado
la renta, que en vez dar la cuota en la escuela habías hecho una fiesta a
escondidas, que sólo alcanzaste para una barra de pan, pero varias botellas de
licor. Tú y tus ganas estaban siempre puestas quién sabe dónde. Me decías eso
del corazón a diario, aunque nunca supe qué querías decir con eso.
El invierno, su mordedura afilada, se mete por debajo
de la puerta del hotel igual que la última vez que nos vimos. Seguro te
acuerdas. Habitación 130. Aquí me trajiste hace un año. Era tu cumpleaños. No les creas nada. Eres igualita a tu madre
de ingenua, pero sacaste mi inteligencia para las artes. Ven, abrázame,
Princesa. ¿Qué me trajiste de regalo?, dijiste. En la plática
te comparaste a una herida acuchillada a la luz del mediodía, y creo que luego
con una cascada de agua. No me acuerdo. Eran todas esas mamadas de poeta por
las que la gente te aplaude siempre, aunque nunca te atreviste a publicar otro
libro. Estoy terminando una obra maestra,
pero le faltan unos toques todavía. Bueno, tú eres mi mejor obra maestra, sino
fuera porque te niegas a darme un nieto al que pueda educar como se debe.
Hablaste
por mucho rato, me leíste un par de cosas y luego llegó tu invitado sorpresa.
Mario. Amigo tuyo de cuando trabajaste en la fábrica de mezclilla. Pusiste
música, platicamos, partimos pastel y cantamos las mañanitas. De repente,
tenías algo olvidado en otra parte. Ni siquiera recuerdo si te esforzaste en
dar una buena razón para dejarnos solos, pero sí cuando te acercaste y susurraste
en mi oído te ves muy guapa borracha, no
lo eches a perder. Y te fuiste. Él y yo terminamos cogiendo, por supuesto.
Te esperamos despiertos hasta quedarnos dormidos. Cuando desperté, él ya se
había ido y tú no habías regresado. Me asomé por la venta y era un fin de año
soleado, con las palmeras mecidas por los casi 37 grados. Quise tomarlo como si
nada, pero al levantarme para darme un baño, caí de rodillas, lloré y ese fue
el momento en que todo se vino abajo
Empecé
a fumar después de eso. Una vez dijiste en voz alta que no te gustaba cómo se
veían las mujeres con un cigarro en la boca, pero qué va. Dejé de ir a los estrenos de cine de
medianoche. Tiré la colección de latas que tenías guardada en el clóset de
mamá. Renuncié en la Alianza y ahora soy traductora en una empresa donde funden
acero. Compré un carro que no uso porque me da miedo meterme al tráfico y, como
además no salgo a muchos lados, escribo en mis tiempos libres. Qué desgracia, ¿no?
Lo que más intenté fue no parecerme a ti y terminé haciendo lo pinches mismo. Y
encima te dedico cosas. A la gente normal le digo que es para sanar, pero en
realidad me imagino apuñalándote, rompiéndote la cara golpes, escupiéndote
tirado en el piso mientras te pregunto: "¿así me veo linda, papá?, ¿crees que
tu princesa se ve guapa dándote en la madre?"
Al
terminarse las noches
tu nombre era ceniza de volcán
arrastrada por el suelo.
Tu voz los restos
de alas de ángeles muertos
bajo focos de tungsteno.
tu nombre era ceniza de volcán
arrastrada por el suelo.
Tu voz los restos
de alas de ángeles muertos
bajo focos de tungsteno.
Tus ojos son este cuarto oscuro y la luz dura de la
computadora sobre mi cara, tu risa despierta. Un mensaje parpadea en la pantalla:
“Estoy afuera, Princesa”. Pasan de las ocho. La noche está virgen y se derrama en
diáfanos fractales efímeros. Me pongo el cambio de ropa limpia y me asomo por
la ventana. Mi cara sigue desordenada. Una farola es un sol nocturno,
pequeñito, borroso más allá de la tormenta. ¿Por qué te estoy escribiendo un
poema si tengo las manos entumecidas y al leerlo dirás que la entrada es floja,
que no se percibe una emoción real, que nunca aprendí a conjugar bien los tiempos?
La voz, Ana, tu problema es que no
encuentras tu voz. Juro que te escucho y te detesto, así que jódete tú y
tus tiempos y tu voz, si es lo único que vas a pensar al leerlo. Si es que vas
a leerlo. Por qué te invite con ese pretexto, ya lo sé. Yo también me convertí
en una mentirosa. Lo que no entiendo es cómo tienes la desfachatez de pararte
acá si lo único para lo que me hablaste después tu cumpleaños fue para preguntar
el teléfono de un plomero.
Jamás te voy a decir que estuve a punto de cumplir tu
sueño, sino fuera por Dios que es el único que me recibió tras tu abandono, me
concedió las plegarias. Crees que me conoces, pero no me conoces. Puedo
escuchar tus pensamientos. No bromeo. La vida que una vez tuve adentro de mí terminó
despedazada en el cuarto de un hospital clandestino. No sé por qué siento que
la única manera de salir de este pozo es viéndote a los ojos y que en una sola
mirada te des cuenta que sí soy una obra maestra, una que intentaste hacer a tu
modo, un juguete, una fábula, una cortina que movías con el soplo de tus
labios. Mi cabeza da vueltas, pero mis pensamientos son hoy esta espada afilada
con el sigilo de la noche, de tantas noches sola.
Sigues afuera y ahora no estoy convencida de dejarte
entrar. Ojalá te gane la curiosidad antes de que me decida y te asomes a la
habitación y me encuentres como un cadáver, con espuma en la boca, tecleando, tecleando,
tecleando. Un cuerpo sin ropa, una gorda llena de estrías y miedos, y en la
piel escrito con tinta un lenguaje que no entiendes. Mis ojos en blanco. los
dedos rígidos, las piernas abiertas cantando un himno de guerra, chorreando de
cualquier cosa tan mía que te de asco.
Y
si la imagen no es clara cobraré vida un momento y diré: “Soy yo. Ana. Ana
Carroña. No, no me conoces todavía. Mucho gusto. Dices que debería ser una dama
porque soy la viva imagen de mi abuela –oui,
tres belle était ma grand-mére–, salvo por los ojos claros de mi madre, –oh, sus grandes y claros ojos, ay, y su
inocencia que no me dejas olvidar–. Mira qué hermosa soy. Ve mi sonrisa ya
no es de señorita. Puedes llamarme: Ana, la madre despojada de la maternidad.
¿Crees que se ve bonita o te espanta la espuma que brota y se evapora? Ignora
que acabo de tener un orgasmo, anda, dame la mano. Todo queda en familia. Perdona
mis modales. Adelante, por favor. Pasa. Esta es mi casa ahora”.
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