Ir al contenido principal

ANA CARROÑA, por César Gaytán


Tus ojos son este cuarto oscuro y la luz dura de la computadora sobre mi cara, tu risa hambrienta. Afuera la nieve. El viento frío se cuela bajo la puerta, roza mis pezones, mi vientre y mis nalgas. Por la ventana rota entra el agua y moja mi cama, moja mis sábanas. Tu aliento es cada sombra que absorbe mi sombra, cada silencio que me arropa y la noche y la lluvia y el viento.
Mi aliento ruge alcohol y me revuelve la panza. Me dan ganas de vomitar. Camino temblando hasta el baño donde mi cabeza cae dulce y estúpida sobre la taza, como una rama que se rompe al caer de un árbol. Mi rostro se refleja deforme entre el agua y la mierda acumulada porque la cadena no jala. Mis ojos se revelan ojerosos y no, ya sé que no son los ojos de princesa que creía tener. Son solo un par espejos lagañosos que te recuerdan.
Hace ocho meses que no te veo. No, no es un recuerdo: cuento cada mes que no te veo, cada día que no te veo, y sigo desnuda y sigo tirada en el piso del baño y sigo con asco. A ratos la cara que refleja en el charco inmundo es la tuya.  Necesario salir por una tina.
Levanto la cabeza para tomar aire. Pero cuál aire. Llevo encerrada casi una semana y con el cigarro y todo aquí hay más bien una especie de nube turbia. Respiro y exhalo. Las cosas se ponen borrosas. Siento que en cualquier momento vas a aparecer por el marco de la puerta, solo para confundirme con un ciervo herido, acariciarme la cabeza, recogerme el pelo y echarme una mirada chiquita, de esas que dicen pobrecita, sin que abras la boca.
Por la ventana entra la luz de una farola. Qué dulce y acogedor es lo artificial cuando una está tan así, como deshecha. Me muevo tantito a la derecha y la luz me acaricia la espalda hinchada, la cicatriz en el hombro izquierdo y las estrías que ahí empiezan y se extienden hasta debajo de mis senos.
 Me duele el pecho lleno de aire helado y nostalgia.  Me duele el pecho al pronunciar tu nombre y tragarme el vómito otra vez y sentir el ardor en la nariz. Traigo lumbre arrebatada por dentro. Mis piernas de ciervo se levantan como pueden, sé que ya no son mías sino de un animal que se mueve por puro instinto. Así, temblando, me regresan al escritorio y continuó el poema donde lo había dejado:
y tienes un corazón con la edad del fuego
Tu cabeza grita como un volcán activo
mientras tu cuerpo
tendido en el quirófano
está abierto como una granada
Me lo decías a diario: Princesa, tu corazón tiene la edad del fuego. Tus manos levantaban mi mentón ante de darme un beso en la frente. Eran tus excusas para hacerme olvidar que no habías pagado la renta, que en vez dar la cuota en la escuela habías hecho una fiesta a escondidas, que sólo alcanzaste para una barra de pan, pero varias botellas de licor. Tú y tus ganas estaban siempre puestas quién sabe dónde. Me decías eso del corazón a diario, aunque nunca supe qué querías decir con eso.
El invierno, su mordedura afilada, se mete por debajo de la puerta del hotel igual que la última vez que nos vimos. Seguro te acuerdas. Habitación 130. Aquí me trajiste hace un año. Era tu cumpleaños. No les creas nada. Eres igualita a tu madre de ingenua, pero sacaste mi inteligencia para las artes. Ven, abrázame, Princesa. ¿Qué me trajiste de regalo?, dijiste. En la plática te comparaste a una herida acuchillada a la luz del mediodía, y creo que luego con una cascada de agua. No me acuerdo. Eran todas esas mamadas de poeta por las que la gente te aplaude siempre, aunque nunca te atreviste a publicar otro libro. Estoy terminando una obra maestra, pero le faltan unos toques todavía. Bueno, tú eres mi mejor obra maestra, sino fuera porque te niegas a darme un nieto al que pueda educar como se debe.
Hablaste por mucho rato, me leíste un par de cosas y luego llegó tu invitado sorpresa. Mario. Amigo tuyo de cuando trabajaste en la fábrica de mezclilla. Pusiste música, platicamos, partimos pastel y cantamos las mañanitas. De repente, tenías algo olvidado en otra parte. Ni siquiera recuerdo si te esforzaste en dar una buena razón para dejarnos solos, pero sí cuando te acercaste y susurraste en mi oído te ves muy guapa borracha, no lo eches a perder. Y te fuiste. Él y yo terminamos cogiendo, por supuesto. Te esperamos despiertos hasta quedarnos dormidos. Cuando desperté, él ya se había ido y tú no habías regresado. Me asomé por la venta y era un fin de año soleado, con las palmeras mecidas por los casi 37 grados. Quise tomarlo como si nada, pero al levantarme para darme un baño, caí de rodillas, lloré y ese fue el momento en que todo se vino abajo
Empecé a fumar después de eso. Una vez dijiste en voz alta que no te gustaba cómo se veían las mujeres con un cigarro en la boca, pero qué va.  Dejé de ir a los estrenos de cine de medianoche. Tiré la colección de latas que tenías guardada en el clóset de mamá. Renuncié en la Alianza y ahora soy traductora en una empresa donde funden acero. Compré un carro que no uso porque me da miedo meterme al tráfico y, como además no salgo a muchos lados, escribo en mis tiempos libres. Qué desgracia, ¿no? Lo que más intenté fue no parecerme a ti y terminé haciendo lo pinches mismo. Y encima te dedico cosas. A la gente normal le digo que es para sanar, pero en realidad me imagino apuñalándote, rompiéndote la cara golpes, escupiéndote tirado en el piso mientras te pregunto: "¿así me veo linda, papá?, ¿crees que tu princesa se ve guapa dándote en la madre?"
Al terminarse las noches
tu nombre era ceniza de volcán
arrastrada por el suelo.
Tu voz los restos
de alas de ángeles muertos
bajo focos de tungsteno.
Tus ojos son este cuarto oscuro y la luz dura de la computadora sobre mi cara, tu risa despierta. Un mensaje parpadea en la pantalla: “Estoy afuera, Princesa”. Pasan de las ocho. La noche está virgen y se derrama en diáfanos fractales efímeros. Me pongo el cambio de ropa limpia y me asomo por la ventana. Mi cara sigue desordenada. Una farola es un sol nocturno, pequeñito, borroso más allá de la tormenta. ¿Por qué te estoy escribiendo un poema si tengo las manos entumecidas y al leerlo dirás que la entrada es floja, que no se percibe una emoción real, que nunca aprendí a conjugar bien los tiempos? La voz, Ana, tu problema es que no encuentras tu voz. Juro que te escucho y te detesto, así que jódete tú y tus tiempos y tu voz, si es lo único que vas a pensar al leerlo. Si es que vas a leerlo. Por qué te invite con ese pretexto, ya lo sé. Yo también me convertí en una mentirosa. Lo que no entiendo es cómo tienes la desfachatez de pararte acá si lo único para lo que me hablaste después tu cumpleaños fue para preguntar el teléfono de un plomero.
Jamás te voy a decir que estuve a punto de cumplir tu sueño, sino fuera por Dios que es el único que me recibió tras tu abandono, me concedió las plegarias. Crees que me conoces, pero no me conoces. Puedo escuchar tus pensamientos. No bromeo. La vida que una vez tuve adentro de mí terminó despedazada en el cuarto de un hospital clandestino. No sé por qué siento que la única manera de salir de este pozo es viéndote a los ojos y que en una sola mirada te des cuenta que sí soy una obra maestra, una que intentaste hacer a tu modo, un juguete, una fábula, una cortina que movías con el soplo de tus labios. Mi cabeza da vueltas, pero mis pensamientos son hoy esta espada afilada con el sigilo de la noche, de tantas noches sola.
Sigues afuera y ahora no estoy convencida de dejarte entrar. Ojalá te gane la curiosidad antes de que me decida y te asomes a la habitación y me encuentres como un cadáver, con espuma en la boca, tecleando, tecleando, tecleando. Un cuerpo sin ropa, una gorda llena de estrías y miedos, y en la piel escrito con tinta un lenguaje que no entiendes. Mis ojos en blanco. los dedos rígidos, las piernas abiertas cantando un himno de guerra, chorreando de cualquier cosa tan mía que te de asco.
Y si la imagen no es clara cobraré vida un momento y diré: “Soy yo. Ana. Ana Carroña. No, no me conoces todavía. Mucho gusto. Dices que debería ser una dama porque soy la viva imagen de mi abuela –oui, tres belle était ma grand-mére–, salvo por los ojos claros de mi madre, –oh, sus grandes y claros ojos, ay, y su inocencia que no me dejas olvidar–. Mira qué hermosa soy. Ve mi sonrisa ya no es de señorita. Puedes llamarme: Ana, la madre despojada de la maternidad. ¿Crees que se ve bonita o te espanta la espuma que brota y se evapora? Ignora que acabo de tener un orgasmo, anda, dame la mano. Todo queda en familia. Perdona mis modales. Adelante, por favor. Pasa. Esta es mi casa ahora”.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

SOLDADOS MUERTOS, por Julián Herbert

Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici

Secuencia de un instante, por Daniela Méndez Vega

Desde mi cama, veo por la ventana un globo que escapa, es de un color difuso. Mis venas están hinchadas, huele a orines. A mi vecina de cuarto le hacen diálisis, sus hijos tragan lágrimas y respiran apretado. El sabor de la gelatina no me quita lo amargo de la lengua.  Retrocedo a un tiempo de imágenes indefinidas, a un invierno de sonidos pretéritos, que regresan como fragmentos y vuelven a ser los mismos. Todo empieza, desenredo mi memoria. Tenía 15 años cuando me acostumbré a la violencia, a los silencios y palabras hirientes. Conocí a Raúl en un mercado. Él vendía fruta en temporada de posadas, acababa de cumplir 20 años. Su mirada era melancólica, tenía chatos los dedos de las manos, se mordía las uñas. Guardaba rencor a su infancia, su padre lo golpeaba con una pala y lo corría de su casa. Raúl hacía promesas de días prósperos y caminos tranquilos, pero acostumbraba quemar mi cuerpo con cigarros, rompía mis cosas, me gritaba, me pedía perdón y me contaba historias v

Las películas extranjeras, por Raúl Lemuz

Dentro del tanque del excusado guardo una pistola nueve milímetros. Pagué dos mil pesos y un juego de sillones semi nuevos por ella. Mi dealer de planta me aseguró que funcionaba a la perfección: Ya está calada, tiene dos muertos encima. Supuse que no debía probarla, dos muertos encima me parecieron suficientes para no dudar de su letalidad.  La idea de guardar ahí la Nueve Eme, como yo la llamo, la tomé de una película extranjera de los años ochenta. No recuerdo si es italiana o francesa, pero es rara como todas las que se producen en el viejo continente. En el filme un hombre calvo y con bigote esconde de su esposa una revista pornográfica cubierta por una bolsa de plástico. Un día su hijo, un adolescente, encuentra por error la revista y queda maravillado por las imágenes. Después de aquel descubrimiento, el hijo no puede parar de entrar al baño, echar una mirada a las revistas y tirarse una paja. El desenlace de la película es fatal. El adolescente está enganchado a la revista ig