Soñé con rabia,
que era un perro rabioso atado a un poste
después de lanzada la mordida.
Soñé que a mi mano tibia
le faltaba el trozo de carne
que abandoné corriendo,
una tarde, a los seis años.
Desde entonces mis párpados
no reaccionan al dolor,
no se cierran para dejar de ver la herida,
no la que sangra,
porque esa se extinguió
y dejó menos que una cicatriz,
sino aquella de la furia
de cinco animales que con el hocico
logran derribar a un niño.
Como única defensa,
un libro de historia:
a los siete años vi una loba de bronce
amamantando a sus dos hijos.
Luperca venía a mis sueños
para guiar mi mano
lejos del perro,
y me advertía que todo es rabia.
Una vez que el filo blanco
atraviesa,
no existe cura.
Comentarios
Publicar un comentario