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RABIA, por Edgardo Valero


Soñé con rabia,  
que era un perro rabioso atado a un poste
después de lanzada la mordida.

Soñé que a mi mano tibia 
le faltaba el trozo de carne
que abandoné corriendo, 
una tarde, a los seis años.

Desde entonces mis párpados 
no reaccionan al dolor,
no se cierran para dejar de ver la herida, 
no la que sangra, 
porque esa se extinguió 
y dejó menos que una cicatriz, 
sino aquella de la furia
de cinco animales que con el hocico
logran derribar a un niño. 

Como única defensa, 
un libro de historia:
a los siete años vi una loba de bronce
amamantando a sus dos hijos.

Luperca venía a mis sueños 
para guiar mi mano 
lejos del perro,
y me advertía que todo es rabia. 
Una vez que el filo blanco 
atraviesa, 
no existe cura.

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