El soldado, el
capitán de fuerzas especiales, el más valioso elemento del noreste se mantuvo
inmóvil para escuchar las instrucciones de su superior y luego se paró, se
llevó la palma extendida a la sien y soltó como metralla los nombres y señas de
los tres pobres diablos que ya bien podían darse por muertos, y los tres
puebluchos donde había que buscarlos. Luego el soldado, el veterano de
incontables operativos en dos costas, el cabrón responsable por casi la mitad
de las leyendas de sangre y fuego de la corporación estrechó la mano que su
jefe le ofrecía, un gesto de igualdad y de respeto ganado hace ya muchas
muertes. Asintió cuando se le ordenó reportarse tras completar cada uno de los
encargos y dio media vuelta al escuchar el grito con el que al superior le
gustaba poner en marcha los engranes de la guerra.
—¡Jálele!
El
jefe del operativo activó a doce de sus hombres, apenas levantados, los
distribuyó en tres camionetas blindadas y bien marcadas con las siglas de la
institución y luego el escuadrón de la muerte se puso en marcha en dirección a
Cerralvo, al norte de Monterrey. Iba amaneciendo, las anchas carreteras estaban
vacías, y el asfalto tierno y húmedo soltaba esquirlas bajo el peso veloz y
bruto de las trocas. Pasaron una ranchería y vieron a la poca gente despierta
correrle pa’ sus casas, sabedoras ya del significado del rugido de sus motores
y de los ojos crueles asomados bajo el casco. El soldado se estiró sobre el
asiento, vigilando la luz. La cabecera de Cerralvo estaba a una media hora,
pero en lo que rodeaban para no encender alertas y perderse en los caminos de
tierra que daban a los campos de amapola el sol ya iba a estar pleno en el cielo,
y si el tal Cano era tan bien portado como decían las fuentes del jefe, ya
estaría entonces despierto y cuidando la cosecha.
Diez
minutos les duró el pinche ranchero, solo como estaba, montado en un caballo
viejo y flaco en medio de las flores rojas. Los oyó al mismo tiempo que ellos
alcanzaron a verlo y se les quedó viendo como apendejado todavía por la noche
reciente. Ni siquiera intentó escapar, al contrario, el muy puñetas se acercó
hacia ellos, todavía tranquilo y a caballo, como si fueran a pedirle
direcciones, qué pendejo, como si no supiera lo que significan unas camionetas
negras con letras blancas en las puertas. Al soldado ya se le hacía mucha
belleza y por su radio dio la orden a las dos camionetas de atrás que se
esperaran a la entrada del rancho, vigilando una emboscada. Pero sí, qué pedo, incluso
cuando se metieron al campo y aplastaron las preciadas plantas de amapola y lo
tuvieron a tiro y le apuntaron desde la ventana el wey apenas parpadeó, sí, era
él, viejo y cansado y sin bigote como había dicho el superior, con los ojos
derrotados y muertos, quién sabe si por la hora o por la vida.
El
dirigente del convoy, el mero chingón de la tropa disparó cuando la camioneta
estaba todavía en movimiento y no falló, claro que no, y con seis tiros dejó
seis hoyos en el pecho de Cano. Dos de sus muchachos subieron el cuerpo a la
caja de la camioneta y se salieron hechos madre de ese rancho extrañamente
vacío, extrañamente solo y mal vigilado.
De
ahí volvieron a la carretera y en chinga pa’ Bravo. La ruta avanzaba paralela a
las dos fronteras, la tamaulipeca así cerca y más allá la gringa. El soldado
recibía todo tipo de informes de distintas fuentes para operar con eficacia y
lo único que tenía claro sobre esas líneas a lo lejos era que, por si acaso, lo
mejor era alejarse de las dos. A ambos lados de la carretera, gastada y de un
solo carril, se extendían pastizales amarillentos completamente desolados, sin
un perro muerto siquiera en que posar la mirada. El sol se daba gusto,
inundándolo todo.
El
comandante de la operación ordenó subir las ventanas y prender el aire
acondicionado. Después sacó una cajita y un papel mugroso y se dio uno, dos,
tres puntazos de perico, sintiendo en cada uno el escozor en la nariz, el
entumecimiento de los labios, la rigidez en los dedos. Su cuerpo entrenado para
operar en ciudad y en campo abierto, el desierto y la costa, sus músculos
macerados a golpes y hambrunas por expertos israelíes, su cuerpo preparado en
ranchos solitarios, encubiertos por kilómetros de páramo desértico y redes de
informantes, se llenó de una sensación como de flores que se abrían, como de
volcanes humeando. Le pasó la caja al conductor: no quería que se le durmiera
con el pinche calor y aburrimiento de la frontera. Él hizo bola el papel y lo masticó
un rato antes de tragárselo.
Nomás
llegar a la carretera a Reynosa ordenó que se orillaran, se bajó de la
camioneta y empezó a gritar órdenes y descripciones pa’ que encontraran al Pepe
Perales, fletero basado en Bravo famoso porque tomaba viajes riesgosos por el
precio adecuado. Tanto baro que se embolsaba, bueno, tenía un precio, algún
día, y ese era hoy, ni pedo. Mandó tres de las camionetas a que se encargaran, tapando las siglas de la camioneta porque iban a actuar en población.
Se quedó solo con su chofer y mientras los demás seguían al norte, él
regresaba a Monterrey. Los vio alejarse esperando vagamente verlos de nuevo.
Perales era un wey querido y protegido por muchas personas. Además no era
pendejo, ahí en Bravo, tan cerca de Mier y Reynosa, estaba en una ventajosa
tierra de nadie: sin importar quién lo atacara, matones, marinos, policías,
alguien habría en algún lado cerca para ayudarlo. No es que fuera a sobrevivir,
el mejor pistolero al este de Durango no iba a dejar la misión en vilo: la cosa
es que sus asesinos lo hicieran. No era miedoso, más bien sabía matemáticas.
Hay cosas que valía la pena arriesgar, y hay cosas que no.
A
la media hora, cuando ya se alcanzaban a ver las primeras cámaras industriales
de Cadereyta, empezaron las llamadas. Su radio, su teléfono y el del chofer
sonaron al mismo tiempo. Le pidió al chofer que se detuviera, con atípica
cortesía, en el depósito carretero que tenían enfrente. Se bajó, dejando los
radios y teléfonos con su sarta de gritos y explosiones, y entró al negocio
caminando con desidia. El cuerpo aun le vibraba bajo el efecto de la coca y
quería un par de cervezas para nivelarse, continuar trabajando. Al último
objetivo no lo conocía, sólo sabía su apellido, Carrizales, y la calle de su casa
en una colonia popular de Guadalupe, una de esas en que nunca pasa nada hasta
que un día sí. No iba a ser difícil encontrarlo, no se le conocía ocupación y
supuestamente se la vivía en su casa, cuidando a un chiquillo. El soldado se
preguntó si tendría que matar también al mocoso mientras en la barra lo
saludaban de “oficial” y él, para su sorpresa, pedía agua, sólo un vasito de
agua de la llave, para bajarse el calor del mediodía. Al tendero se le salió
una mirada de desconfianza antes de voltearse en chinga a cumplir la orden. En
un día distinto, pensó el empistolado, le habría sacado los ojos por esa
mirada. Pero no pudo pensar qué tenía este día en particular.
Le
llegó de afuera el chillido insistente de un claxon, combinado con los últimos
acordes de una canción norteña. Se sintió irremediablemente cansado y por un
segundo el día le pareció intransitable. El tendero no volvía, probablemente ya
no lo iba a hacer. Tomó él mismo una botella de agua de un estante y dejó un
par de monedas sobre el mostrador, sin detenerse a contarlas. Salió del
depósito aturdido por el sol y los pitidos cada vez más desesperados, y decidió
que sí, que iba a matar al chiquillo de Carrizales con cuatro o
cinco balas de acero.
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