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EL TROMPO Y LA CUERDA, por Luis Bañuelos


El soldado, el capitán de fuerzas especiales, el más valioso elemento del noreste se mantuvo inmóvil para escuchar las instrucciones de su superior y luego se paró, se llevó la palma extendida a la sien y soltó como metralla los nombres y señas de los tres pobres diablos que ya bien podían darse por muertos, y los tres puebluchos donde había que buscarlos. Luego el soldado, el veterano de incontables operativos en dos costas, el cabrón responsable por casi la mitad de las leyendas de sangre y fuego de la corporación estrechó la mano que su jefe le ofrecía, un gesto de igualdad y de respeto ganado hace ya muchas muertes. Asintió cuando se le ordenó reportarse tras completar cada uno de los encargos y dio media vuelta al escuchar el grito con el que al superior le gustaba poner en marcha los engranes de la guerra.
—¡Jálele!
El jefe del operativo activó a doce de sus hombres, apenas levantados, los distribuyó en tres camionetas blindadas y bien marcadas con las siglas de la institución y luego el escuadrón de la muerte se puso en marcha en dirección a Cerralvo, al norte de Monterrey. Iba amaneciendo, las anchas carreteras estaban vacías, y el asfalto tierno y húmedo soltaba esquirlas bajo el peso veloz y bruto de las trocas. Pasaron una ranchería y vieron a la poca gente despierta correrle pa’ sus casas, sabedoras ya del significado del rugido de sus motores y de los ojos crueles asomados bajo el casco. El soldado se estiró sobre el asiento, vigilando la luz. La cabecera de Cerralvo estaba a una media hora, pero en lo que rodeaban para no encender alertas y perderse en los caminos de tierra que daban a los campos de amapola el sol ya iba a estar pleno en el cielo, y si el tal Cano era tan bien portado como decían las fuentes del jefe, ya estaría entonces despierto y cuidando la cosecha.
Diez minutos les duró el pinche ranchero, solo como estaba, montado en un caballo viejo y flaco en medio de las flores rojas. Los oyó al mismo tiempo que ellos alcanzaron a verlo y se les quedó viendo como apendejado todavía por la noche reciente. Ni siquiera intentó escapar, al contrario, el muy puñetas se acercó hacia ellos, todavía tranquilo y a caballo, como si fueran a pedirle direcciones, qué pendejo, como si no supiera lo que significan unas camionetas negras con letras blancas en las puertas. Al soldado ya se le hacía mucha belleza y por su radio dio la orden a las dos camionetas de atrás que se esperaran a la entrada del rancho, vigilando una emboscada. Pero sí, qué pedo, incluso cuando se metieron al campo y aplastaron las preciadas plantas de amapola y lo tuvieron a tiro y le apuntaron desde la ventana el wey apenas parpadeó, sí, era él, viejo y cansado y sin bigote como había dicho el superior, con los ojos derrotados y muertos, quién sabe si por la hora o por la vida.
El dirigente del convoy, el mero chingón de la tropa disparó cuando la camioneta estaba todavía en movimiento y no falló, claro que no, y con seis tiros dejó seis hoyos en el pecho de Cano. Dos de sus muchachos subieron el cuerpo a la caja de la camioneta y se salieron hechos madre de ese rancho extrañamente vacío, extrañamente solo y mal vigilado.
De ahí volvieron a la carretera y en chinga pa’ Bravo. La ruta avanzaba paralela a las dos fronteras, la tamaulipeca así cerca y más allá la gringa. El soldado recibía todo tipo de informes de distintas fuentes para operar con eficacia y lo único que tenía claro sobre esas líneas a lo lejos era que, por si acaso, lo mejor era alejarse de las dos. A ambos lados de la carretera, gastada y de un solo carril, se extendían pastizales amarillentos completamente desolados, sin un perro muerto siquiera en que posar la mirada. El sol se daba gusto, inundándolo todo.
El comandante de la operación ordenó subir las ventanas y prender el aire acondicionado. Después sacó una cajita y un papel mugroso y se dio uno, dos, tres puntazos de perico, sintiendo en cada uno el escozor en la nariz, el entumecimiento de los labios, la rigidez en los dedos. Su cuerpo entrenado para operar en ciudad y en campo abierto, el desierto y la costa, sus músculos macerados a golpes y hambrunas por expertos israelíes, su cuerpo preparado en ranchos solitarios, encubiertos por kilómetros de páramo desértico y redes de informantes, se llenó de una sensación como de flores que se abrían, como de volcanes humeando. Le pasó la caja al conductor: no quería que se le durmiera con el pinche calor y aburrimiento de la frontera. Él hizo bola el papel y lo masticó un rato antes de tragárselo.
Nomás llegar a la carretera a Reynosa ordenó que se orillaran, se bajó de la camioneta y empezó a gritar órdenes y descripciones pa’ que encontraran al Pepe Perales, fletero basado en Bravo famoso porque tomaba viajes riesgosos por el precio adecuado. Tanto baro que se embolsaba, bueno, tenía un precio, algún día, y ese era hoy, ni pedo. Mandó tres de las camionetas a que se encargaran, tapando las siglas de la camioneta porque iban a actuar en población. Se quedó solo con su chofer y mientras los demás seguían al norte, él regresaba a Monterrey. Los vio alejarse esperando vagamente verlos de nuevo. Perales era un wey querido y protegido por muchas personas. Además no era pendejo, ahí en Bravo, tan cerca de Mier y Reynosa, estaba en una ventajosa tierra de nadie: sin importar quién lo atacara, matones, marinos, policías, alguien habría en algún lado cerca para ayudarlo. No es que fuera a sobrevivir, el mejor pistolero al este de Durango no iba a dejar la misión en vilo: la cosa es que sus asesinos lo hicieran. No era miedoso, más bien sabía matemáticas. Hay cosas que valía la pena arriesgar, y hay cosas que no.
A la media hora, cuando ya se alcanzaban a ver las primeras cámaras industriales de Cadereyta, empezaron las llamadas. Su radio, su teléfono y el del chofer sonaron al mismo tiempo. Le pidió al chofer que se detuviera, con atípica cortesía, en el depósito carretero que tenían enfrente. Se bajó, dejando los radios y teléfonos con su sarta de gritos y explosiones, y entró al negocio caminando con desidia. El cuerpo aun le vibraba bajo el efecto de la coca y quería un par de cervezas para nivelarse, continuar trabajando. Al último objetivo no lo conocía, sólo sabía su apellido, Carrizales, y la calle de su casa en una colonia popular de Guadalupe, una de esas en que nunca pasa nada hasta que un día sí. No iba a ser difícil encontrarlo, no se le conocía ocupación y supuestamente se la vivía en su casa, cuidando a un chiquillo. El soldado se preguntó si tendría que matar también al mocoso mientras en la barra lo saludaban de “oficial” y él, para su sorpresa, pedía agua, sólo un vasito de agua de la llave, para bajarse el calor del mediodía. Al tendero se le salió una mirada de desconfianza antes de voltearse en chinga a cumplir la orden. En un día distinto, pensó el empistolado, le habría sacado los ojos por esa mirada. Pero no pudo pensar qué tenía este día en particular.
Le llegó de afuera el chillido insistente de un claxon, combinado con los últimos acordes de una canción norteña. Se sintió irremediablemente cansado y por un segundo el día le pareció intransitable. El tendero no volvía, probablemente ya no lo iba a hacer. Tomó él mismo una botella de agua de un estante y dejó un par de monedas sobre el mostrador, sin detenerse a contarlas. Salió del depósito aturdido por el sol y los pitidos cada vez más desesperados, y decidió que sí, que iba a matar al chiquillo de Carrizales con cuatro o cinco balas de acero.

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