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LA VIDA SIGUE, por Jesús Humberto González


Estamos en la oficina de la directora de la escuela. Es la hora de salida, nos citaron porque mi hija Angélica empujó a su compañerito Daniel hacia la calle. Un auto atropelló al niño. Hablo con la directora mientras Angélica ve atenta un mural con fotografías grupales de generaciones escolares. De repente, Angélica grita y señala con su dedo una fotografía: “¡Mira mamá, es él!”
Todo empezó hace un año. Una tarde fría de enero, nos encontrábamos en la casa donde hoy vivimos: Calle Candela y Campeche.  Mi niña acababa de despertar de su siesta y aún estaba en su cama. Sus dedos sostenían la punta de su cabello y se lo llevaba a la boca.  Me contó que, cuando estaba dormida, oyó una voz de niño que le susurró al oído “Angélica, ayúdame.”
Ese día en la noche, le ayudé a mi hija a ponerse la pijama.  Ella estaba parada sobre la cama, sus manos apoyadas en mis hombros. De repente, mi niña miró hacia la puerta detrás de mí, agitó su manita izquierda y dijo “hola”. Giré mi cabeza hacia la puerta y no vi a nadie.  Acosté a mi hija y le di su beso de buenas noches.
Más tarde, antes de caer dormida, tomé mis pastillas para los nervios. Me desperté en la madrugada al oír por el pasillo un ruido seco, como de unas canicas que caían en la madera del piso, luego rodaban y chocaban entre ellas. Miré el reloj, eran las tres y media de la mañana.  Me levanté y caminé hacia el pasillo, prendí la luz y no vi, ni oí nada. Revisé también el cuarto de Angélica y ella dormía tranquila. Regresé a mi cama y logré conciliar el sueño.
Al cabo de un rato me despertó el golpe seco de una puerta que azotó.  Adormilada y aún en la cama vi pasar algo, como una niebla, que cruzaba la puerta de mi cuarto hacia el cuarto de la niña. Me quedé paralizada y, unos minutos después, escuché a mi hija gemir. Corrí a su recámara, Angélica estaba parada, inmóvil, en el rincón entre la ventana y su cama, sus manitas le cubrían la cara. La abracé, la niña no podía hablar, solo me señaló hacia el baño. Volteé y en el umbral de la puerta estaba el espectro de un niño como de nueve años. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminaba el perfil de su rostro de tez morena y el fleco que le caía sobre su frente. Sus ojos eran grandes y con ojeras, tenía los dientes separados y vestía un uniforme con manchas oscuras, como de sangre. El niño extendió y abrió su mano izquierda, en ella traía unas canicas transparentes de color aguamarina. Luego él resplandeció en la oscuridad, su rostro se tornó un tono más blanco de palidez. Sus grandes ojos -fijos en Angélica- centellearon como estrellas.  Acto seguido, el niño se desmaterializó en una niebla.   
                                                        * * *
La fotografía, que un año después me señala Angélica en la oficina de la directora, muestra un niño con ese uniforme. Sin duda es el mismo que vimos esa madrugada en la casa.
La directora dice que lo recuerda muy bien, el niño de la foto se llamaba Charly.  Ahora sé lo que ocurrió una tarde veraniega de mil novecientos ochenta. Bajo un cielo con nubes rojas y violeta, el sol se derramaba como sangre liquida y espesa sobre la parte poniente de las viviendas. El padre de Daniel tenía entonces quince años, conducía un Crown Victoria nuevo de sur a norte por la calle Candela. Antes de dar vuelta a la derecha en la esquina con Campeche, el adolescente confundió el acelerador con el freno y perdió el control. En esa esquina había un terreno bardeado. Esa tarde Charly y unos vecinitos jugaban a las canicas en la banqueta. El auto prensó a Charly contra la pared que circundaba al predio. El pequeño murió al instante.
En esa pared, antes de que construyéramos nuestra casa, había un grafiti que decía: “La vida sigue”. 


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