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Mostrando las entradas de octubre, 2020

Cuando decimos blanco no todos decimos lo mismo, por Luis Arce

A solas, mirando esa monumental pieza de mierda, Pineda pensó que su desprecio ante al arte contemporáneo estaba fundamentado, como si el destino hubiese puesto en su camino una forma perfecta, lisa, destinada a ser despreciada de manera inmediata y sin ningún tipo de arrepentimiento. Contemplaba un cuadro angustiantemente blanco, o, mejor dicho, blanco hasta la desesperación, blanco preciso, irrefutable, molesto, una pintura donde apenas podía distinguirse el signo de igual pintado en blanco sobre un fondo todavía más blanco. Nada más. Pineda miraba la pintura de pie, el brazo izquierdo doblado contra el pecho con la mano descansando suavemente sobre el antebrazo derecho, cuya mano era sostenida sobre la boca y la nariz, en un ademán que expresaba no sólo desconcierto sino también preocupación; la mirada con las pupilas bien dilatadas para permitir que la mayor cantidad de luz posible ingresase en los ojos de tal forma que Pineda pudiese alcanzar a distinguir los más mínimos detalles

El profeta, por Rox Urbiola

No hay apenas distancia entre mi dedo pulgar y el índice y, sin embargo, cabría entre ellos toda la esencia misma de la existencia. Así de vacua y pequeña es. En otro tiempo, creía que la exploración del sentido de la vida solamente acrecentaría mi asombro y reverencia por la gloria de Dios, pero a la sazón, lo he conocido y mi fe se encuentra considerablemente minada.          Estoy sentado a oscuras, como siempre. El sillón de piel y el escritorio, ambos herencia de mi abuelo, siguen siendo inequívocamente los mismos, pero todo me resulta extraño y ajeno. Busco con desesperación en su familiaridad algo que me devuelva alguna certeza. Reposo las manos enfrente de mí, abro y cierro los dedos sobre la madera pulida por el paso de los años, corroboro su suave textura, la tibieza del roble centenario. Como un velo, un girón de angustia se interpone entre el tacto y la realidad. Comienzo a tamborilear los dedos, escuchando el sonido hueco de la madera, igual que un náufrago desespera por e

Tras el lente, por Álvaro Gaete Escanilla

  En un fondo de estudio fotográfico, apegado al suelo y la pared, se ve en los pliegues, una foto de álbum familiar en escala de grises. Atrás, de pie, mientras ambas manos se encuentran en los hombros, con una leve pulsión de fuerza, sujetando al otro sobre la banca, Masahisa Fukase, en sus cuarenta, luciendo la musculatura de pectorales y sus brazos protectores. El cuerpo que está enfrente, sentado en una banca, tiene las costillas visiblemente expuestas, aunque los pantalones están tan arriba que cubren el ombligo y parte del abdomen. La intención, al parecer, era ocultar   fútilmente el paso del tiempo. Los brazos delgados, las pupilas temblorosas, negruzcas, perdidas, y los pocos cabellos que le dan algo de dignidad a su vejez, revueltos, curiosamente oscuros (el hijo, tiene ambas patillas decididamente blancas). Los brazos del padre apoyados sobre sus rodillas, no como un descanso, si no para mantener la postura. Siempre vuelvo a esta foto. Es imposible, creo, desligarla de

La morada inmortal, por José Pulido

No sé ya cómo es mi rostro. Sé, en cambio, que una vez al año me sacan durante varios días del sitio donde me tienen guardado y la gente acude a este convento para llorar y besar mis pies. Intuyo que mi cara debe estar agrietada o despostillada, al igual que algunas partes de mi cuerpo. Lo creo porque hace años no percibo, por ejemplo, la parte superior de mi dedo índice. Siento un terror perpetuo por esta oscuridad a la que estoy condenado. Mi cuerpo, el cuerpo de un niño de tres años, muestra signos de laceración. Pero sólo se trata de un simulacro, como la sangre que corre de manera perenne por mi frente, mi nuca, el costado de mis sienes y bajo mis párpados. Nunca he conocido el calor o el frío. Las monjas que me cuidan dicen que soy capaz de conceder milagros, pero yo sólo siento un abismo atravesándome. A veces despierta en mí el anhelo del habla. Escucho a la gente piadosa que viene a buscar consuelo, o las hermanas que elevan sus alabanzas, y se aviva dentro de mí el deseo

Quién sabe se va a ti, por Abril Schmucler Iñiguez

  Junto con sus pies, también arrastraba un palo. Dibujando una línea junto al camino que recorría dos o tres o cuatro noches atrás. Perdió la noción del tiempo muy pronto. La tierra, seca, se abría con facilidad en un surco tan largo como infinito. Todavía le quedaban unas horas para andar y todas sus horas se dirigían hacia el este. Un hombre que se encontró en la salida del último pueblo le había indicado que el este estaba Hacía allá. Todo derecho , le señaló con el brazo extendido y no lo bajó nunca. Tampoco respondió a su pregunta sobre la distancia que le faltaba recorrer. El hombre solo respondió, con el brazo inmóvil, apuntando hacia la dirección buscada, para el este, si usted busca el este, es todo derecho, señorita, lo demás pus ya es cosa de cada quien.   No podía caminar lento, como hubiera preferido por el dolor que sus piernas sufrían al contacto mutuo. Apresuró su paso porque debía llegar a la misma hora que el sol. Allí se reconocerían, tal vez. Por lo menos ella n

La historia de mi alacrán fluorescente y su madre desalmada, por Brenda Macías

  Para Eslava Me enamoré de Alacrán a pesar de su fama de asesino, venenoso y depredador nocturno. No sé si fue por la caricia de sus pedipalpos quelados en mi cuello, o los piquetes que me daba con el aguijón de su cola amarilla en mis nalgas cuando hacíamos el amor, o la intensidad de su fluorescencia.  – Así papi, así cógeme, dame más fuerte.  –Eres mía, cabrona, de nadie más. ¿Quieres coger con un hombre? –Qué dices, tonto. Sólo te quiero a ti–, aseguré mientras me inoculaba aquel cóctel de feniletilamina, mezclada con dopamina más andrógenos y estrógenos, que circulaba en la neurotoxina de sus fluidos lechosos y blanquecinos. –Ay de ti si me entero, mamita.  En el clímax lo llené de mi olor a pan recién horneado y a mi sabor a pescado zarandeado. Le fascinaba. Sí. Así de rica estoy. Gracias a él mi angustia de morir joven desapareció. Nuestra casa se mantenía libre de insectos, roedores, lagartijas y principalmente libre de cucarachas. Mi blatofobia insuperable. Con Al