Suena el beep que marca el siguiente turno.
JL81. No es mi número.
Miro hacia la enorme pantalla que, suspendida
sobre nosotros, dicta el lento fluir de personas. Tengo la compulsión de mirar
instintivamente una y otra vez el código que tengo impreso en el papel “LB3” y
contrastarlo con el anunciado. Es una manía que me acompaña desde siempre. Lo
mismo en la central de autobuses, citas médicas o lo que sea que implique
seguir una secuencia. Siento la ansiedad de que en cualquier momento los
dígitos impresos en mi ficha pueden cambiar y perdería mi lugar. Llevo dos
horas aquí y seguramente faltarán otras dos. Ya me acordé porque odio la vida
de adulto. Los trámites. La formalidad.
Suena el beep de nuevo. GC2. Miro el papel. No
es mi número. Ya sabía. ¿Qué tipo de secuencia es esta? No sé si me frustra más
la posible trasmutación mi ficha, o que no sé cuál seguirá en el algoritmo
dictado por los programadores sicarios de este sistema.
Las primeras horas traté de fingir que nada me
preocupaba y me dispuse a leer. Pero ahora, la angustia de no saber cuándo
carajos me llamarán hace que me concentre fijamente en la pantalla, como si en
una suerte de telequinesis al estilo Kaliman pudiera conseguir que la siguiente
clave en salir sea la mía. Pero no sucederá. Estoy maldita. Era demasiado joven
para entender la angustia de Beetlejuice haciendo fila. Ahora te
comprendo, hermano mío.
Ni el diario de Jonathan Harker puede hacer
menos pesada la espera. Tan buen libro es Drácula que ni la edición
barata de cuarenta pesos que tengo entre mis manos le quita lo fantástico. Me
arrepiento de no haberlo leído antes. La verdad no sé por qué retrasé tanto el
encuentro con uno de los clásicos de la literatura universal. Ojalá sí lo
hubiera hojeado de pequeña y así no tendría que luchar ahora con las imágenes
de mi memoria de los Looney Tunes merodeando por los castillos de
Transilvania. Qué maestría de los Warner Bros para retratar el aspecto
siniestro de los castillos. Por desgracia, ahora que intento sentir compasión y
angustia por el abogador Harker, la narrativa lúgubre de la época se entremezcla
con Bugs Bunny haciendo de las suyas. También los recovecos de mi memoria me
hacen malas pasadas. Siempre he creído que Mikhail Tal, uno de los ajedrecistas
más espectaculares de la historia, tiene cierto parecido al conde Pátula. O tal
vez no. Pero la fotografía donde posa frente al tablero, sosteniendo un cigarro
y donde resalta el cuello de su camisa, siempre me ha hecho creer que tiene
cierto aire vampiresco. O tal vez sólo es que mi mente funciona con relaciones
demasiado tontas. Ojalá pudiera concentrarme en una sola cosa a la vez y,
seguramente así, habría llegado a campeona nacional. Pero eso no soy yo. Soy
alguien que divaga entre caricaturas infantiles e historia del ajedrez mientras
vigila con recelo los números de la pantalla del banco. Beep. HC32. Miro el
papel. No es mi número.
Desquito la ansiedad que me provoca la espera
con mi pequeña ficha. La voy doblando por las esquinas. Una, otra, dos veces
más. Le hago pequeños pliegues siguiendo su perímetro. Por la mitad. En cuatro
cuartos. Intento reducirla a nada. Como si esa pequeña cartulina fuera la
causante de todos los males de mi mañana. Beep. GC3. La desdoblo a prisa. No es
mi número.
Me distraigo con el celular.
Conecto los audífonos y pongo música. Ya estoy demasiado desesperada como para
seguir leyendo. Necesito algo más simple. Me hago fotos. La vida de un millennial no
es nada si no es capaz de registrar segundo a segundo lo que sucede en su día.
Publico mi sufrimiento para que me compadezcan. Para sentir que no estoy sola
en aquella interminable fila.
Suena Bad Bunny… nadie te
está esperando y la puerta está abierta… Beep. AJ2. Miro el papel. No
es mi número. Me levanto a dar vueltas por el lugar. La paciencia jamás ha sido
mi fortaleza. Llevo dos horas y 43 minutos atrapada aquí. Me pregunto si las
fichas las imprimen con la hora de llegada para desquiciar a los clientes.
Exasperarlos a tal punto que desaten la psicosis colectiva. Tal vez sea una
treta de la industria farmacéutica para convertirnos a todas en dependientes
del clonazepam.
Suena el beep. BL3. Miro el papel y
apenas lo creo. Camino con prisa. Intento disimular la alegría que me causa una
cosa tan absurda. En el escritorio, el ejecutivo de cuenta me trata como si
fuera la mismísima reina de Alejandría. Qué fortuna que haya personas a quienes
les pagan por ser amables.
Me entrega, al fin, el plástico de
mi nueva tarjeta de crédito. La máxima expresión de la libertad (¿o
esclavitud?) capitalista. Su discurso me hace sentir realizada. Entre la
verborrea de felicitaciones, agradecimientos por formar parte de la familia
financiera B., y la conversación fútil sobre el clima y el trabajo, me ofrece
un seguro de vida. Un único pago anual, una suma nada rimbombante, pero sí
suficiente, en caso de muerte accidental (muy listos, en las letras pequeñas
excluyen el suicidio) y gastos funerarios con féretro, cremación y asistencia
tanatológica para familiares. No necesito pensarlo mucho. Una firma. Un cargo y
la libertad para sufrir la crisis de los 27 sin preocupaciones adicionales.
Qué absurdo pertenecer a la
generación donde todas nos queremos morir, y aun así casi nadie lo planea con
decoro. Andamos por allí sin seguro de gastos médicos mayores, sin saber si las
deudas que tenemos se cancelan al fallecer o se heredan a nuestro aval. Sin
pensar siquiera en los gastos que implica el ataúd y el café para el velorio.
Como dice el refrán, “no tenemos ni en que caernos muertas” y de todos modos
vamos pregonando el final de nuestra existencia con un gran anhelo.
El agente imprime la póliza y me da
las últimas recomendaciones. Noto lo guapo que es: moreno, de frente ancha, sonrisa
cálida. La misma duda que aqueja alguna vez a todo cliente salta a mi cabeza,
¿me estaba coqueteando o todo era una treta para venderme estas porquerías? Ya
no importa. Sólo quiero firmar y huir de este centro burocrático donde de
pronto todos somos baby boomers.
-El seguro tiene un margen de 45 días al
descubierto, lo que significa...
-Ya sé, 21 de marzo. Lo pondré en mi agenda.
No alcanza a responderme. Sólo sonríe. Me
levanto, estrecho su mano y me voy.
Salgo del lugar, victoriosa. Fue un día muy
productivo. Ahora ya no soy una estadística de los ocho de cada diez mexicanos
que no cuentan con seguro de vida. Ahora soy una adulta lista para morir.
Muy agradable relato que abunda sobre esos tiempos muertos con los que todos nos identificamos. Lo disfruté mucho. Saludos desde Piedras Negras.
ResponderBorrarMuchas gracias por la lectura y por tus comentarios, María del Carmen. Saludos afectuosos desde Saltillo.
BorrarMuy agradable la lectura de tu blog,, en algun momento me hizo sentir lo mismo al estar sentado esperando mi turno en x banco.
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