El libro Cancer Queen se presentó por primera vez un 15 de marzo, el día del cumpleaños
de Óscar David López, su autor. Afuera llovía, mientras en un saloncito del
Centro Cultural Universitario Colegio Civil, Minerva y Juana conversaban con él
frente a un pequeño grupo de asistentes que escuchaban sus disparates entre el
olor a café y libros emplayados. Al final del evento me acerqué a felicitarlo,
removió el plástico de la copia que yo había comprado ahí, entre galletas y
vasos desechables. Escribió una dedicatoria. Algo así como que los poemas del
libro “son tumorcitos no cancerígenos que compartirán el
recuerdo de las grandes amigas”. Se había hablado sobre la enfermedad,
la muerte y la amistad.
Cené sushi la víspera de la presentación de Cancer
Queen en la Feria del Libro de Monterrey en la que yo participaría.
Soñé con Óscar David, iba a entrevistarlo a unas ruinas en donde estaba reunido
con otras personas. El lugar se parecía a un paisaje conocido, un extremo semi
abandonado de un campus universitario que visito con regularidad, pero que
construí en el sueño no con mi experiencia real sino a partir de la descripción
que leí en la novela Encuentro con Antonio de
Dulce María González, nuestra gran amiga. Al mismo tiempo, muy cerca de ahí, veía
a uno de mis alumnos de arquitectura esforzarse en un entrenamiento deportivo.
La conversación con Óscar era continuamente interrumpida por múltiples personas
que lo abordaban con desesperación. En una de esas interferencias decidí dar
por terminada la charla y me despedí. En su rostro rodaban lágrimas provocadas
por el último mensaje que recibió en su smartphone.
Mientras lloraba me dijo algo así como que iba a ser
reconocido por quien nunca pensó que lo haría. Salí del campus tomando la
avenida en sentido contrario al mismo tiempo que se acercaban decenas de
patrullas a gran velocidad. Giré bruscamente el auto hacia el acotamiento.
La otra eternidad es uno de los poemas del libro de Óscar. No estoy segura si es
una parodia del poema La eternidad, incluido
en el libro Lo perdido de Dulce María. Tal
vez es un ajuste de cuentas o una confesión que confronta al más allá desde acá,
un gesto vital para seguir una conversación amistosa y literaria.
Durante la presentación del libro, Óscar me dijo que había soñado conmigo: me dejaba
plantada y no llegaba al evento, y yo le reclamaba amargamente su descuido por
mensajes de texto. Más tarde, Pedro, su chico, me aseguró que no habían pasado
una buena noche, tal vez por la cena que ingirieron: sushi a domicilio.
Dulce María González murió un 11 de julio de 2014, justo en su cumpleaños.
Mientras en su biografía de Facebook se
publicaban mensajes de felicitación y deseos de larga vida, ella ya no era
capaz de leer. Cuando Oswaldo me dio la noticia, Armando y yo desayunábamos en
un Denny´s en San Juan, Puerto Rico. Así descubrí
la tristeza de estar a miles de kilómetros de un cuerpo que quieres ver por última
vez. Hace años que íntimamente no festejo mi cumpleaños con entusiasmo. El
pasado 16 de octubre, al finalizar la reunión de mi cumple, descubrí que tengo
miedo de morirme el mismo día en que nací, como mi amiga. También llegué al
final aquella etapa triste.
La película Dolor y gloria se estrenó
en Monterrey el pasado jueves 4 de julio. La vi esa misma noche en última
proyección en Cinépolis Garza Sada. Fui en pijama, había despertado quince
minutos antes de las diez. Busqué la cartelera para ver los horarios que tendría
y estaba en tiempo para llegar a la sala. Actué de inmediato calzándome los
tenis y portando una mañanita amarilla. Pedro Almodóvar es uno de mis artistas
fetiche. A través de los años me ha crecido la empatía hacia su obra.
Tiempo atrás se desató en mí algo que me tiene en un estado de
vulnerabilidad, con cierto paralelismo con el protagonista de la película,
Salvador Mallo, interpretado por Antonio Banderas. Empezando por lo físico, lo corporal,
la enfermedad y su manifestación en dolencias del sistema respiratorio,
digestivo, circulatorio y nervioso. A esto se fueron sumando la angustia, el
miedo, la ansiedad, que conocemos desde que la belleza sublimó nuestra
experiencia humana.
Hoy, 5 de febrero, son exactamente dos
años de que inició aquello. Fue un día
después del rodaje de Bielorrusa, algo se rompió, tuve un ataque. Unos días
antes del rodaje leí el canto X del Infierno de La divina comedia.
“Conserva en la memoria
lo que oíste 127
contrario a ti —me aconsejó aquel sabio—; 128
y ahora atiéndeme —y alzó su dedo—: 129
cuando ante el dulce rayo te presentes 130
de aquella cuyos ojos lo
ven todo, 131
sabrás por ella el curso de tu vida.” 132
Después me quedé dormida y tuve un sueño: estoy
en un rodaje en la periferia de Monterrey. El horizonte se ve contaminado y se
aprecian tenues siluetas de cerros. Hay animales en el prado. Observo que una
cierva blanca se dispersa, la sigue un cabrito. Tras de ellos un tigre acecha.
Intento advertir al crew de la masacre
latente, pero no ponen atención a mis gritos. El tigre alcanza a la cierva,
ataca a mordidas y zarpazos. El cabrito se acerca a defenderla. La cierva se tiñe
de rojo. Veo la escena a lo lejos, sin sonido. Las entrañas están descubiertas
y colgando, la cierva sigue peleando con desventaja. Volteo a mirar al cabrito,
esperando que no esté herido. Su cuerpo está abierto también. En la escena
aparece una oveja pequeña, malherida, que brinca eufórica. De pronto, Óscar
Alejandro y yo estamos en un interior. La directora pregunta dónde nos queremos
ubicar. Hay una plataforma con ruedas al lado de la cámara, me siento ahí. Óscar Alejandro se planta detrás del lente, busca
un encuadre de la fachada con cortinas metálicas. Sé que el tigre puede
aparecer en el set en cualquier momento. Nadie
se muestra inquieto.
Antonio Banderas mencionó en una entrevista reciente que el ataque de corazón que tuvo
hace unos años le dejó ver una parte íntima que no había concientizado, y que
desde ahí había construido su papel en la película. Así también el trauma que
desarrollé por el rodaje me ha tocado de fondo. Recordaré este tiempo con un
nuevo sentimiento hacia la vida. Un sentimiento inesperado y extremadamente volátil.
Pienso también que un libro que leí hacia el final del 2018 me arruinó. El
autor es Emmanuel Carrère, se titula El adversario.
La conmoción que me dejó tiene varios matices, tal vez el más marcado sea el
reconocimiento del Mal como parte del Universo en el que la vida se desarrolla
y el azar como la anti ley que lo acerca y aleja de mí. Además de la cercanía
del monstruo interior que me habita y actúa indiscriminadamente.
Escribir, la necesidad diaria,
constante y florecida que penetra mi parte creativa como un taladro sin
descanso se dirige a cavar hacia el núcleo de mi alma, embalado de capas superpuestas a través del
tiempo y el espacio. Poco a poco esta tarea se ha convertido en mi rutina, horadando
zonas inexploradas de mi mente hasta concientizarlas y acumularlas en la
realidad más cruda. El tiempo es el detonante más explosivo, lo sé ahora que mi
rango bordea las cuatro décadas y media. Un panorama lejano viene hacia el
presente. Envejecimiento, crisis de la media edad, o simplemente la sensación de irme por las ramas. El desorden, los múltiples estímulos, lo
imprevisto o la ambigüedad de mi estado anímico. No saber qué es lo adecuado
para el espíritu.
Me matriculé
en la
rivalidad de dos modos de escritura: la escritura en piedra y sobre el papel. Vivo dispersa, saltando de un tema a otro
sin llevar hasta el final ningún relato. La vida, como los edificios y algunas
novelas, no siempre tienen un sentido, solo una estructura. Y a mí me cautivaría
que el trasfondo de mi digresión sea hacer comprensible el lugar que ocupo en
el mundo.
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