“¿Qué
hacemos aquí?”, me pregunté mientras flotábamos hacia el último tercio del halo
azul y rojo que enmarcaba nuestra segunda órbita lunar. Tomé la mano enguantada
y tiesa de Sylvia, que se movía a la deriva muy cerca del visor de mi casco
dentro de una astronave con vaga forma de trompo. Respondí para mis adentros:
“Aprendemos a estar juntos en lo estrecho y en la Nada”.
Despegamos de la Tierra hace 80
horas pero iniciamos este viaje varios años atrás, la mañana en la que apareció
en mi bandeja de Hotmail un mensaje de Karla Harad, representante para
Latinoamérica de SpaceX y de su CEO,
el legendario vidente tecnoindustrial Elon Musk. El email era una invitación
para formar parte del programa espacial de la empresa con miras a una expansión
del ámbito tecnológico al humanístico; de lo utilitario al turismo espacial y
la conciencia ecológica; y de la investigación militar y científica a las
posibilidades demográficas y fisiológicas de la colonización multiplanetaria.
Estuve
a un paso de declinar: la carta me llegó a los 47 años, a principios del 2018.
Acababa de volver de una estancia de dos meses en Shanghái, estaba económicamente
quebrado, era un bebedor empedernido y no tenía empleo. Lo primero que me animó
a aceptar fue el entusiasmo de Sylvia: el documento estipulaba que un aspecto del
programa era participar en parejas como una prueba de tolerancia psicológica
mutua con miras a la futura colonización de Marte. Lo segundo fue que te otorgaban
una dieta económica jugosa por acudir durante varios años a un centro de
internamiento de primer nivel para adquirir la formación técnica, la reconexión
emocional y el acondicionamiento físico necesarios para el periplo. Lo tercero
y definitivo fue que mis únicos compromisos a cambio eran la redacción de ésta
y otras crónicas y mi aquiescencia a participar en la promoción y difusión del
proyecto antes y después del viaje.
Tardé
solo dos días en decidirme a firmar el contrato. Desde entonces he invertido más
de un lustro de mi vida en entrenar para resistir la experiencia. Viajar al
espacio exterior es un acto romántico –jamás volveré a ver paisajes tan
sublimes– pero es también una declaración de guerra contra los límites del
organismo terrestre y la mera humanidad.
Hace unas horas llegamos (Sylvia y
yo y los dos astronautas que nos guían: los comandantes Aldrin D´Argelos y
Rueben Albarn) a la Estación Espacial Internacional. Nuestra nave, la Flysnake
1, se acopló a la ISS sin conflictos pese a la enorme cantidad de chatarra que
orbita alrededor de la Tierra junto con nosotros: rebasándonos, rozándonos,
haciéndonos conscientes como nunca de lo que significa la velocidad. Una de las
sugerencias que nos hacía Elon Musk en su último comunicado (nunca hemos podido
encontrarnos con él en persona) era evaluar subjetivamente lo que la basura
orbital significa para nosotros, y cuál sería nuestra sugerencia para librarnos
de ella. Mi conclusión es que considero imposible escapar de toda esta mierda,
por la misma razón que nuestros drenajes terrestres profundos explotan a cada
rato y no hay manera de disimular la peste de las alcantarillas. Los seres
humanos siempre hemos cagado más de lo que somos capaces de limpiar. No solo es
un hecho histórico: es una verdad poética. Además, la basura espacial es
hermosa.
Lo primero que intentamos al llegar
a la ISS fue asearnos; digo intentamos
porque la sensación íntima más difícil de combatir en condiciones de gravedad
cero es la de estar sucios. La ventaja de la estación es que es más amplia que
cualquier otro ingenio astronáutico; en consecuencia, la sensación de flotar
sin rumbo y al mismo tiempo estar enclaustrado se aminora. Uno puede “volar”
dentro de la estación sin los aditamentos más pesados del traje a través de 12
metros lineales en pos de una pequeña esfera de agua para lavarse la cara y las
manos, y ese solo gesto –mitad heroico y mitad lúdico– le devuelve al viaje
fuera de la Tierra su nitidez infantil, la claridad de su glamur e insensatez.
La ISS no es grande, pero comparada con el Flysnake 1 es una especie de mansión
hollywoodense de plástico y metal.
Desde la primera década del siglo
XXI, Elon Musk buscaba estrategias para viajar al espacio reduciendo a la vez
los costos monetarios del combustible fósil y el costo ecológico de la
contaminación. Primero intentó, sin éxito, comprar a la ex Unión Soviética
cuerpos de misiles nucleares despojados de las cabezas bélicas. Luego diseñó el
Falcon y el Dragon, vehículos basados en la tecnología de los transbordadores
espaciales del programa estadounidense Voyager, pero con una ingeniería de
materiales y de comunicación más fina. Estas naves han dado buenos servicios a
la ISS desde entonces. Hace más de una década, el equipo de Musk consagró su
energía al desarrollo de lanzaderas iónicas con relativo éxito pero, desde
2018, SpaceX ha invertido su dinero y la mayor parte de sus recursos científicos
en otro mecanismo desarrollado por estudiantes de astrofísica en 2017: el
ascensor espacial de nanotubos de carbono DialX, un complejo aparato en vías de
construcción que alberga como parte de su estructura una lanzadera que por lo
pronto reduce la fricción y la velocidad de escape necesarias para abandonar la
atmósfera terrestre.
El
Flysnake 1 es una suerte de sedán de las naves espaciales diseñado sobre la base
del Soyuz ruso, pero con la peculiaridad de que es capaz de transportar a
cuatro viajeros en lugar de tres. Por otro lado, su operación es viable con el
concurso de únicamente dos de los tripulantes. Eso abrió la puerta a una nueva
forma de turismo, una que le interesa a SpaceX: el viaje espacial realizado en
pareja. Es más complejo y menos idílico de lo que suena, y los analistas del modelo
astronáutico contemporáneo lo saben. Se trata de un tema que atañe a la colonización
interplanetaria, pues no basta conquistar otros mundos: es necesario construir
en ellos cohesión social, bases para la organización comunitaria y, por
supuesto, garantizar la reproducción de nuestra especie. El experimento de SpaceX
trasciende la astrotecnología y es uno de los primeros que se realizan en
gravedad cero poniendo lo antropológico y lo cognitivo a la par de la física.
Sylvia
y yo hemos pasado ocho años en pareja. Nuestra convivencia se basa en la mutua
libertad y compañía: gozamos a diario de una razonable cantidad de tiempo
juntos, luego cada quien se dedica a lo suyo. Lo que nos traumatizó del Crucero
Flysnake (un despegue no demasiado bruto desde una lanzadera sostenida por
piezas de nanocarbono; dos órbitas meramente turísticas en torno de la luna; un
descenso controlado y un acoplamiento a la Estación Espacial Internacional con
labores científicas, filosóficas, periodísticas y de entretenimiento –así rezaba
el comunicado oficial– para luego reingresar a la atmósfera terrestre) fue pasar
tanto tiempo hacinados, el uno junto
al otro, en un pedazo de chatarra indigno del Infonavit –eso dije yo
injustamente en un arranque de furia, en medio de una pelea intersatelital.
Sylvia no dijo nada, que es lo que hace cuando decide torturarme. Quizá lloraba,
pero no puedo asegurarlo: es imposible que las lágrimas fluyan en gravedad cero.
La
paradoja del viaje a las estrellas es que, hasta donde alcanza a atisbar
nuestra tecnología, el único medio que nos permitiría llegar a los vastos
espacios interestelares e intergalácticos (curiosos espacios donde, además de
distancias inconmensurables, lo que abunda es la ausencia de materia) es un
reducto pequeñísimo, una estrecha habitación sin clima ni oxígeno donde, además
del riesgo de morir en condiciones inhóspitas, debemos afrontar la compleja
convivencia con seres de nuestra propia especie, sean santos o bandidos.gelos
Mientras reviso mi traje espacial
por órdenes del comandante D'Argelos y me preparo para nuestra primera
actividad extra vehicular (eso que en términos coloquiales llaman “caminata
espacial”), recuerdo un texto de los 90 firmado por Foster Wallace: Una cosa supuestamente divertida que nunca
volveré a hacer. En su crónica, David se maravilla de la temeridad o
estupidez humana, que ha convertido en cumbre del jolgorio un crucero por el
mar Caribe, valga decir: una visita a los abismos preternaturales del océano,
poblados de misterios y cachalotes blancos asesinos y de las mandíbulas
predadoras de los tiburones. Me pregunto qué sentiría David si estuviera en mi
lugar: sentado en un pedazo de lata al pie de un agujero frente al que el
océano parecerá un charquito; rodeado de destellos que pueden derretirte en un
nanosegundo; semihundido entre los colmillos del más salvaje y vasto de todos
los tiburones: las fauces de la antimateria. Yo estoy aquí y tengo miedo, pero
no tengo el don de hacer profecías. No sé si la humanidad es deveras estúpida,
lo que sí sé es que estoy dispuesto a acompañarla hasta el fin del universo en
su búsqueda de preguntas.
Me
asomo al exterior de la ISS. Allá abajo está la Tierra, tan luminosa a esta
hora que parece una de esas pequeñas esferas navideñas que agitas y se convierten
en tempestades dichosas. Tomo de nuevo la mano enguantada y tiesa de Sylvia: ya
no estamos enojados, ya somos otra vez los compañeros de un viaje a la luna
–como nos vimos al principio de este entuerto, una noche de diciembre de 2016, sentados
en el piso de una habitación de hotel. El amor lo vale todo, y todo significa resignarse
de antemano al fracaso. Salimos de la ISS detrás de Rueben y D'Argelos. Y ahí
está: el milagro del espacio exterior enmarcado por bellísimas corrientes de
basura satelital.
¿Qué
hacemos aquí?, me pregunto de nuevo. Y me respondo: buscamos una nueva
definición para el tamaño de los lugares y las cosas.
Qué chido. Inspirado en un sueño?
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