Uno de esos pinches comerciales del gobierno. Eso se chingó a mi
familia. Mi esposa lo vio un miércoles mientras hacía la salsa. “¿Reconoce
usted estos síntomas en sus hijos? Puede que sean víctimas de abuso sexual. Escuche
a sus hijos.” Se quedó callada, pensando. Desde entonces, sepa por qué, se le
metió en la cabeza que a Marcelita alguien le había hecho una cochinada.
Chingado, si a la Marcelita siempre la traía embarrada con ella, nunca la
soltaba, y aparte es una chamaca gordilla, no digo que a nadie, a alguna
niña sí, no, pero, bueno, mucho menos a la Marcelita, con lo choncha que está. Se
me encabronó. Me miró torvo, torvo, por eso cabrón, no oyes que ahí dicen, que
los atracones y la comedera impulsiva son muestra de nervios, de trauma, no ves
que podría ser por eso que está como está. No quise contradecirla, pero se me
ocurrió que, no sé, yo soy muy pendejo, pero igual y eso de tenerla encerrada
en casa tragando todo el perro día podría también ser una causa. Pero no le
dije nada y la vieja siguió corriendo con su teoría pendeja, espiando a la
Marcelita hasta en los pinches diez minutos diarios que se le separaba para
bañarse en la tina del patio, para miar o, no sé, jugar con sus mocos, el día
entero viéndola por las rendijas cuando se limpiaba la cola, a mí se me hacía
que igual y si no le habían hecho nada pues eso ya contaba, ¿no?, y la cabrona
más se enojaba, que si no veía cómo se aislaba y se retraía, hasta aprendió
palabras, no ves, Joaquín, que a nuestra niña la perjudicaron. Hasta que al
fin, un día, llegó conmigo y dijo: ya supe, cabrón, y no tengo dudas, y antes
de que reviente este desmadre quiero que me digas si ya sabías, veme a la cara
y dime si ya sabías y me dejabas andar como pendeja en lo que le hacían eso a
mi chiquita. Fue tu pinche muchacho. El pinche Quinito. Lo vi, cabrón, lo vi
ayer cómo le hacía cosquillas, le agarraba la barbilla y le hacía señas de que
no dijera nada. Nunca te lo voy a perdonar, que hayas traído a ese marrano a mi
casa y hayas dejado que le pasara eso a nuestra hija, no te hagas, si ya lo
conoces, ya lo conocías e igual te atreviste a dejarlo vivir con nosotros.
Ahorita mismo lo sacas de mi casa y te aseguras de que no vuelva, o hablo yo
para que lo haga la policía. Nomás me le quedé viendo. Joaquinito era una
piltrafa de carne reseca que nomás salía de su cuarto para ir a la obra y se
regresaba derechito a pasar el día moneándose ahí mismo, nomás eso hacía, jalar
y monearse. No que por eso fuera inocente, no, si yo le conocía al morro sus
mañanas, pero no me daba vibra de eso y yo tengo buen olfato para esas cosas,
me ha tocado conocer gente, ver de todo. No le hice caso. Le dije que estaba
loca, pues porque estaba loca, que ya mucho era con que no soltara a la niña,
nomás faltaba que también metiera al Quinito en sus mamadas. Nomás que le digas
algo o lo estés hostigando. No sabes lo que va a pasar en esta casa. Me gritó y
la hizo de pedo y casi se me va a la cara pero se aguantó al final. Medio, medio,
más bien, porque igual de ahí en adelante la casa se volvió un infierno. Tenía
que estar vigilando los teléfonos porque nomás me distraía y ya estaba otra vez
marcándole a la policía. Al final lo desconecté, le grité que qué pinches
pruebas, que estaba loca y lo sabía, si no por qué no se había largado o
marcado a los puercos en lo que yo estaba en el jale, ella bien podía irse pero
no lo hacía porque no eran cierto esas mamadas que decía sobre mi hijo, sobre
mi hijo cabrona, el que pone su sueldo pa las pinches tortas y papas con que se
atiborran ustedes, par de culebras, y sobre ese wey inventas tus mamadas nomás
por chingar, por puritito chingar. El Quinito seguía igual, dejándonos el baro
que le sobraba cada dos semanas, que era casi todo, y moviéndose como fantasma
entre puerta y puerta, sin siquiera saludar. Y yo defendiéndolo de la furcia,
ve tú a saber, la familia es una mierda. Hasta empecé a preocuparme, a
sospechar, que el Quinito sí nos evitaba porque algo escondía. Como que
entendió demasiado rápido, demasiado bien lo que pasaba en la casa sin que
nadie le dijera. Estaba muy raro. Tuve sueños repugnantes, dormido en el sillón
de la sala, ahora que mi mujer me había corrido del cuarto y se encerraba cada
noche a dormir sola con la Marcela. Tuve sueños sobre nalgas amoratadas y
mordidas, llantos, garras, y al fondo los pinches ojos vaciados del Quinito,
sus ojos que antes tanto se parecían a los míos. Me despertaba asqueado, medio
dormido, apestado, con ganas, por primera vez en diez o quince años, desde que el
Quinito estaba morro y su madre seguía viva, de aventarme una buena moneada. Uno
de esos días en que me quedaba acostado hasta tarde de puro miedo de levantarme
e ir directo a la tlapalería por una bolsa de resistol, escuché a mi vieja y
Marcelita salir de su guarida y meterse a la cocina. Estaban cocinando, nomás
para ellas, claro, culeras. Entre el chisporroteo del aceite escuché a mi
esposa susurrar. Deslizaba las palabras con cuidado en los oídos de nuestra
niña, con torpeza, a trompicones. Escuché la vergüenza en su garganta mientras
se acercaba al tema, cómo iba arrancándose la pregunta como si fuera una
costra, con mucho dolor y mucho alivio, para al final aventarla de golpe: ¿Se
ha metido alguna vez el Quinito a tu cuarto, en la noche, Marcela, Marcelita,
te acuerdas, se ha metido el puerco ese, alguna vez, sin que llores ni nada,
sabes, te acuerdas, si, no, alguna vez, no pasa nada, no sería tu culpa, dime,
no, no, no sabes, dime, Marcelita, por favor? No seguí escuchando. Me paré en
chinga, me subí el pantalón, chequé que hubiera baro en la cartera y me largué
de la casa. Cuando volteé a cerrar alcancé a ver la pinche cara de vaca lela de
la güerca. Por supuesto, no sabía de qué hablaba, por supuesto, mi pinche vieja,
mi pinche vieja, había jodido todita nuestra vida sin preguntarle nada a la
chamaca. Me controlé lo suficiente para no ir a la ferretería sino al puesto
del Paco y rogarle que me vendiera unas cheves aunque no fuera horario, que me
estaba agarrando cabrona la malilla y no quería hacer alguna pendejada. Igual
lo que me chingó nunca fue la cheve sino la cheve y la mona, juntas con
pegadas. Me atiborré la panza y estuve toda la mañana de puesto en puesto y
cuando dio la hora me refundí en la cantina Nueva Palma con la intención de
salir tan pedo que no me quedara fuerza ni para meterme veneno ni para matar a
mi vieja. Me tuvieron qué correr de la Nueva Palma porque me quedé dormido y
vomitado en una mesa. Era parte del plan, sí, pero cuando iba caminando a la
casa, en zigzag, a dos y a cuatro patas, se me fueron haciendo telarañas en el
cerebro. La pesadez que no se quita más que con una bocanada nuclear del 5000.
Pero mi plan iba demasiado bien, no había forma de llegar a la tlapalería, a
esa hora, en ese estado. Así que se me ocurrió la pendejada que ahora sí
arruinó mi familia para siempre. Voy a pedírsela al Quinito. Con nuevo brío
llegué coleteando hasta la casa, entré, me quité la playera apestosa a vómito y
la aventé en el sillón. Subí como pude las escaleras hasta el cuarto del Quinito
y aporreé su pinche puerta, le metí sus buenos madrazos a la puerta, gritando
que me abriera, que necesitaba tantito, tantito nomás pa respirar. Y entonces
lo sentí. Un recuerdo destapado, como una flor o un culo que se abría. Un
calorcito cruel encariñándose a mi verga. Me quedé parado, escuchando cómo
adentro se removían las sábanas de mi hijo. Cuando me abrió, lo peor no fue el
odio ni el vacío, sino el miedo, el miedo perfecto y ensayado en su mirada.
Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici
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