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A QUIEN MÁS CONFIANZA LE TENGAS, por Luis Bañuelos

Uno de esos pinches comerciales del gobierno. Eso se chingó a mi familia. Mi esposa lo vio un miércoles mientras hacía la salsa. “¿Reconoce usted estos síntomas en sus hijos? Puede que sean víctimas de abuso sexual. Escuche a sus hijos.” Se quedó callada, pensando. Desde entonces, sepa por qué, se le metió en la cabeza que a Marcelita alguien le había hecho una cochinada. Chingado, si a la Marcelita siempre la traía embarrada con ella, nunca la soltaba, y aparte es una chamaca gordilla, no digo que a nadie, a alguna niña sí, no, pero, bueno, mucho menos a la Marcelita, con lo choncha que está. Se me encabronó. Me miró torvo, torvo, por eso cabrón, no oyes que ahí dicen, que los atracones y la comedera impulsiva son muestra de nervios, de trauma, no ves que podría ser por eso que está como está. No quise contradecirla, pero se me ocurrió que, no sé, yo soy muy pendejo, pero igual y eso de tenerla encerrada en casa tragando todo el perro día podría también ser una causa. Pero no le dije nada y la vieja siguió corriendo con su teoría pendeja, espiando a la Marcelita hasta en los pinches diez minutos diarios que se le separaba para bañarse en la tina del patio, para miar o, no sé, jugar con sus mocos, el día entero viéndola por las rendijas cuando se limpiaba la cola, a mí se me hacía que igual y si no le habían hecho nada pues eso ya contaba, ¿no?, y la cabrona más se enojaba, que si no veía cómo se aislaba y se retraía, hasta aprendió palabras, no ves, Joaquín, que a nuestra niña la perjudicaron. Hasta que al fin, un día, llegó conmigo y dijo: ya supe, cabrón, y no tengo dudas, y antes de que reviente este desmadre quiero que me digas si ya sabías, veme a la cara y dime si ya sabías y me dejabas andar como pendeja en lo que le hacían eso a mi chiquita. Fue tu pinche muchacho. El pinche Quinito. Lo vi, cabrón, lo vi ayer cómo le hacía cosquillas, le agarraba la barbilla y le hacía señas de que no dijera nada. Nunca te lo voy a perdonar, que hayas traído a ese marrano a mi casa y hayas dejado que le pasara eso a nuestra hija, no te hagas, si ya lo conoces, ya lo conocías e igual te atreviste a dejarlo vivir con nosotros. Ahorita mismo lo sacas de mi casa y te aseguras de que no vuelva, o hablo yo para que lo haga la policía. Nomás me le quedé viendo. Joaquinito era una piltrafa de carne reseca que nomás salía de su cuarto para ir a la obra y se regresaba derechito a pasar el día moneándose ahí mismo, nomás eso hacía, jalar y monearse. No que por eso fuera inocente, no, si yo le conocía al morro sus mañanas, pero no me daba vibra de eso y yo tengo buen olfato para esas cosas, me ha tocado conocer gente, ver de todo. No le hice caso. Le dije que estaba loca, pues porque estaba loca, que ya mucho era con que no soltara a la niña, nomás faltaba que también metiera al Quinito en sus mamadas. Nomás que le digas algo o lo estés hostigando. No sabes lo que va a pasar en esta casa. Me gritó y la hizo de pedo y casi se me va a la cara pero se aguantó al final. Medio, medio, más bien, porque igual de ahí en adelante la casa se volvió un infierno. Tenía que estar vigilando los teléfonos porque nomás me distraía y ya estaba otra vez marcándole a la policía. Al final lo desconecté, le grité que qué pinches pruebas, que estaba loca y lo sabía, si no por qué no se había largado o marcado a los puercos en lo que yo estaba en el jale, ella bien podía irse pero no lo hacía porque no eran cierto esas mamadas que decía sobre mi hijo, sobre mi hijo cabrona, el que pone su sueldo pa las pinches tortas y papas con que se atiborran ustedes, par de culebras, y sobre ese wey inventas tus mamadas nomás por chingar, por puritito chingar. El Quinito seguía igual, dejándonos el baro que le sobraba cada dos semanas, que era casi todo, y moviéndose como fantasma entre puerta y puerta, sin siquiera saludar. Y yo defendiéndolo de la furcia, ve tú a saber, la familia es una mierda. Hasta empecé a preocuparme, a sospechar, que el Quinito sí nos evitaba porque algo escondía. Como que entendió demasiado rápido, demasiado bien lo que pasaba en la casa sin que nadie le dijera. Estaba muy raro. Tuve sueños repugnantes, dormido en el sillón de la sala, ahora que mi mujer me había corrido del cuarto y se encerraba cada noche a dormir sola con la Marcela. Tuve sueños sobre nalgas amoratadas y mordidas, llantos, garras, y al fondo los pinches ojos vaciados del Quinito, sus ojos que antes tanto se parecían a los míos. Me despertaba asqueado, medio dormido, apestado, con ganas, por primera vez en diez o quince años, desde que el Quinito estaba morro y su madre seguía viva, de aventarme una buena moneada. Uno de esos días en que me quedaba acostado hasta tarde de puro miedo de levantarme e ir directo a la tlapalería por una bolsa de resistol, escuché a mi vieja y Marcelita salir de su guarida y meterse a la cocina. Estaban cocinando, nomás para ellas, claro, culeras. Entre el chisporroteo del aceite escuché a mi esposa susurrar. Deslizaba las palabras con cuidado en los oídos de nuestra niña, con torpeza, a trompicones. Escuché la vergüenza en su garganta mientras se acercaba al tema, cómo iba arrancándose la pregunta como si fuera una costra, con mucho dolor y mucho alivio, para al final aventarla de golpe: ¿Se ha metido alguna vez el Quinito a tu cuarto, en la noche, Marcela, Marcelita, te acuerdas, se ha metido el puerco ese, alguna vez, sin que llores ni nada, sabes, te acuerdas, si, no, alguna vez, no pasa nada, no sería tu culpa, dime, no, no, no sabes, dime, Marcelita, por favor? No seguí escuchando. Me paré en chinga, me subí el pantalón, chequé que hubiera baro en la cartera y me largué de la casa. Cuando volteé a cerrar alcancé a ver la pinche cara de vaca lela de la güerca. Por supuesto, no sabía de qué hablaba, por supuesto, mi pinche vieja, mi pinche vieja, había jodido todita nuestra vida sin preguntarle nada a la chamaca. Me controlé lo suficiente para no ir a la ferretería sino al puesto del Paco y rogarle que me vendiera unas cheves aunque no fuera horario, que me estaba agarrando cabrona la malilla y no quería hacer alguna pendejada. Igual lo que me chingó nunca fue la cheve sino la cheve y la mona, juntas con pegadas. Me atiborré la panza y estuve toda la mañana de puesto en puesto y cuando dio la hora me refundí en la cantina Nueva Palma con la intención de salir tan pedo que no me quedara fuerza ni para meterme veneno ni para matar a mi vieja. Me tuvieron qué correr de la Nueva Palma porque me quedé dormido y vomitado en una mesa. Era parte del plan, sí, pero cuando iba caminando a la casa, en zigzag, a dos y a cuatro patas, se me fueron haciendo telarañas en el cerebro. La pesadez que no se quita más que con una bocanada nuclear del 5000. Pero mi plan iba demasiado bien, no había forma de llegar a la tlapalería, a esa hora, en ese estado. Así que se me ocurrió la pendejada que ahora sí arruinó mi familia para siempre. Voy a pedírsela al Quinito. Con nuevo brío llegué coleteando hasta la casa, entré, me quité la playera apestosa a vómito y la aventé en el sillón. Subí como pude las escaleras hasta el cuarto del Quinito y aporreé su pinche puerta, le metí sus buenos madrazos a la puerta, gritando que me abriera, que necesitaba tantito, tantito nomás pa respirar. Y entonces lo sentí. Un recuerdo destapado, como una flor o un culo que se abría. Un calorcito cruel encariñándose a mi verga. Me quedé parado, escuchando cómo adentro se removían las sábanas de mi hijo. Cuando me abrió, lo peor no fue el odio ni el vacío, sino el miedo, el miedo perfecto y ensayado en su mirada.

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