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ALGUIEN DEBE TENER LA CULPA, por Nadia Salas


La indiferencia es la parálisis del alma.
Antón Chéjov

El cajón de los cubiertos rechina cuando lo abro para tomar una cuchara. Me siento, dejo el plato en la mesa y tomo mi celular al ver que se enciende de nuevo. Leo el mensaje de Jorge. “Fue el martes, morris, el día que nosotros fuimos a caminar”. Abro el link que pone al principio. Una nota periodística. Leo lo que dice: El cuerpo de un hombre que presentaba huellas de violencia fue localizado en lo profundo del cañón de San Lorenzo. Lo encontraron sobre un charco de sangre y descalzo; también encontraron unas botas a unos metros del cuerpo. La muerte pudo ser ocasionada por lapidación. No lograron identificarlo.
     Termino de leer la nota con un nudo en la boca del estómago. Intento comer pero no hago más que remover el cereal con la cuchara. Barro el plato y el teléfono. Me quedo sentada un largo rato, pensando. Me voy a la cama sin cenar pero no duermo. Transcurre una hora y sigo tendida en la oscuridad con los ojos abiertos. No dejo de pensar en esos gritos. “No es tu culpa”, me digo, “no es tu culpa”. Repentinamente doy un giro dentro de las sábanas, hundo la cabeza en la almohada y me quedo dormida.
     Por la mañana, despierto con la sensación de no haber dormido nada. Dormí: siento el sabor de la pesadilla. Lo primero que vi fue una serpiente negra de ojos rojos. Lo segundo, fue un corredor de paredes blancas y lámparas fluorescentes en el techo. Todo parece escrupulosamente limpio. Veo una camilla en el centro. Veo un cuerpo envuelto en una sábana de hospital. Me piden que identifique un cadáver. Tengo miedo y ganas de vomitar. No sé a quién voy a reconocer. No me dan el nombre.

***
Mi exnovia y yo nos pasábamos todo el día escuchando a Sade”. Lo dice mientras
golpea un Delicados en el posabrazos. “¿La has escuchado?”. Nunca, respondo cortante. Se levanta e interrumpe al Spinetta que uno de mis amigos dejó olvidado antes de tirarse a dormir en un tapete infantil.
     La fiesta terminó. Por las ventanas se filtra la primera luz del día pero nosotros seguimos
sentados en ese sillón rojo hablando de música. Al cabo de un rato comienzo a bostezar. Dejo el vaso de whisky en el suelo y me recuesto en sus piernas. Intentamos dormir pero él está inquieto. Una hora antes lo vi inhalar cocaína sobre la pasta de un libro. Se levanta y camina hacia una de las habitaciones, y luego vuelve con una manta y una almohada. “Duérmete, yo puedo caminar o tomar un taxi”. Y me cubre con la manta color gris que arrojo enseguida. Insisto en llevarlo.
     Salimos de la casa sin despedirnos y subimos al auto. La discusión empieza al cerrar la portezuela. Él toma como insulto algo que digo. Algo que digo más de una vez. “No tienes porqué ser una... —se retracta— no tienes porqué ser grosera”. “Jorge, no quise decirlo así”. Lo digo mirándolo a los ojos. “¿Tienes algo qué decirme?, ¿estás celosa?”. “¿Celosa de quién?”. “No sé, tú dímelo. ¿De mi ex?”. “No me chingues. Mira, no voy a decir nada. No me pasa nada. Necesito dormir, es todo”. Seguimos sin decir más.
     El autoestéreo apagado me provoca una sensación de inquietud ante el primer semáforo en rojo. Comienzo a mover las piernas chocando mis rodillas una con otra. Enciendo un cigarro y veo que mis manos tiemblan. El trayecto a la casa de sus padres me parece larguísimo. Antes de bajar del auto, me pide que lo abrace con fuerza. Nota que estoy temblando. Nos despedimos, luego retrocede; “Bájate, tomate un café, no puedes irte así. No seas terca, bájate”.
     Atravieso el recibidor y la sala siguiéndolo de puntillas para no hacer ruido. Me hace un gesto con la mano para que tome una silla y comienza a preparar el café. Abre el refrigerador y saca un tupper. “Sí, queda uno, morris”. Disimulo una sonrisa al ver que habla de hotcakes. Mete el tupper dentro del microondas, toma un plato y me sirve el pan. “¿Quieres miel?”. Se esfuerza al hablar, y sin embargo, trata de ser amable. Hace otra pregunta sobre el café y lo sirve en las dos tazas. Se sienta a un lado mío detrás de la barra de mármol y coloca la botella de miel frente a mí. Me llevo las manos a la cara. “Jorge, no puedo, yo, no puedo…” Me detengo y comienzo a llorar. “¿Qué tienes? ”. Sacudo la cabeza sin decir nada.
     Suspira, toma su taza de café y sale por la puerta trasera de la cocina. Escucho el jadeo que hace un perro al agitarse. Miro hacia afuera pero sólo distingo las sombras. Sin apetito, hundo el tenedor en el pan que está casi entero pero lo suelto enseguida. A los pocos minutos, regresa con la intención de sentarse a mi lado justo cuando me levanto. “Jorge, yo no puedo dejar de… ¡Lo escuchamos! Lo escuchamos gritar y no hicimos nada”. Se lleva los brazos a la cabeza, por detrás. Mira fijamente la puerta y luego me mira a los ojos con gesto casi inexpresivo. “No hubiéramos podido hacer nada”. “¿Cómo puedes…? ¡No lo entiendes!” Intento salir corriendo por la primera puerta que veo pero es la equivocada. “¿A dónde vas?... No es por ahí… Avísame cuando…”. Subo al auto y conduzco. Me aferro al volante todavía llorando.

***
Jorge se pasa la mano por el cabello cuando el automóvil se detiene frente a un arroyuelo que censura el paso. “Te dije que esta no era la calle”. Ladeo un poco la cabeza y le dirijo una mirada de reproche. Pongo el auto en reversa. Más adelante, vemos pasar a un viejo moreno de aspecto descuidado; ropa sucia y cabello sucio. Dudo, pero detengo el auto. Le pregunto cómo llegar a la entrada del cañón de San Lorenzo. Extiende el brazo. “Derecho, hasta donde esa camioneta, ahí das vuelta”. Los gestos que hace son los propios de un loco. “Vas a llegar a un depósito de agua y luego doblas a la izquierda”. Mi memoria reacciona. Las calles se vuelven familiares.
     Atravesamos un trecho de curvas pronunciadas antes de llegar a la explanada. Estaciono el auto y seguimos a pie. Caminamos por un tramo de terracería entre el azul verde de las replegadas montañas. Me llevo la botella de agua a la boca; he vaciado media botella y apenas han transcurrido ocho o nueve minutos. Ni siquiera nos hemos adentrado en el cañón. Observo el cielo por momentos pero el sol me hace cerrar los ojos.
     Un automóvil nos rebasa y deja una nube de polvo a su paso. Lo veo alejarse. Lo veo a él cubriéndose el rostro de la nube de polvo, con su brazo izquierdo. Lleva las mangas del suéter café arremangadas detrás de las muñecas. No lejos de nosotros un montón de rocas se amontonan unas sobre otras separando el camino. Todavía una o dos horas de camino... Veo cómo avanzan mis pies sobre las piedras, y, nos detenemos... Nos miramos el uno al otro. “¿Lo escuchaste?”. Sacudo la cabeza. Jorge voltea hacia los lados, hacia adelante y se queda quieto. Yo estoy paralizada con la mirada fija en alguna otra parte cuando lo escucho nuevamente. Un grito brutal casi inhumano. Pienso en una persona cayendo rompiéndose los huesos. ¿Y si alguien se cayó y está herido? “Parece como si…” Volvemos a escucharlo. El mismo grito violento y de dolor. De alguna extraña manera me parece que el rostro de Jorge es el rostro de un niño; un niño de ojos café que descubre algo nuevo o que está ansioso por descubrirlo. Por mi cabeza pasa la idea de alguien siendo agredido. Lo tomó de la mano y lo jalo hasta seguir por una curva inclinada que lleva hacia la explanada.
     Hay un grupo de niños de alguna escuela o tal vez scouts preparándose para subir. Están formados mientras una chica rubia con un ajustado short de mezclilla los enumera. Nadie parece alarmado. Seguimos por la ruta de Los Aguajes. Algunos senderos son muy estrechos. Otros son empinados y Jorge tiene que adelantarse para darme la mano, o para alejar las ramas secas que arañan la cara y los hombros. Nos internamos en una zona boscosa y luego descansamos en La casa de Lorenza; una palapa que sirve para refugiarse del sol. Estamos exhaustos. “La primera vez que estuve aquí comencé a sentir náuseas y no pude continuar”. Lo digo mientras abro una bolsita de cacahuates. “Además, no se me ocurrió usar bloqueador y termine con ronchas…” Escuchó una ligera carcajada. Jorge menciona que ahí fue donde conoció a su exnovia; una comeflores israelí que le llevaba diez años. Se quita el cigarro de la boca. Apunta con el brazo y entrecierra los ojos: “Estaba sentada justo ahí”.
     Retomamos el camino hasta llegar al área de aguajes pero la suela de mis tenis hace imposible seguir por ahí y decidimos regresar. Al bajar, nos topamos con algunas personas: parejitas, grupos de extranjeros, alguien que pregunta por dónde seguir. “La ruta continúa hasta aquel árbol”, contesta Jorge. Y señala el único árbol que aún tiene hojas amarillas. “Ahí empieza el área de Aguajes. El camino está marcado cada quinientos metros...” Mientras ellos hablan, me vuelvo a mirar esas escarpadas paredes verdes que rodean la explanada. Árboles y piedra. Imperturbables.
Seguimos hasta el auto, fatigados: hablando de pasar por una cerveza antes de separarnos. Una patrulla federal se estaciona junto a nosotros. El automóvil arranca. Desaparecemos entre la terracería.



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