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UN LOTO NEGRO, por Juan Iván González


Centaine Bina ya no está en este mundo. Me dejó mientras viajábamos para San Zina. De ella no quedó nada. Ya lo reporté al hospital y ellos al gobierno y pusieron su nombre en una listita de afectados. Ahora estoy en cuarentena y no me han hecho más preguntas. No me dejan hablar con nadie y no dicen si me voy a curar. Se supone que todavía hay remedio siempre y cuando la infección no haya llegado hasta cierto punto, pero no me han dicho si ese es mi caso.
     Hace unos tres años pasamos por lo que podría llamarse una invasión alienígena, pero no fue algo tan malo. Estaba casada con Pierre Paulo Bina. Hubo bastante pánico al principio. Se hablaba de cosas terribles, de guerras con otros planetas y cosas así. No sé qué hubiera hecho si mi esposo no hubiese sabido calmarme. Soy una persona bastante débil de carácter. Aunque sepa qué debo hacer, me tranquiliza mucho tener quien me lo diga. Tomar decisiones puede ser difícil, no creo sea malo necesitar quien lo haga por una. Pierre Paulo fue eso para mí cuando muchos creían que el mundo se acababa
     Afortunadamente no fue el fin. Se esparció por la radio toda la información de los parásitos. Varias imprentas locales empezaron a sacar panfletos y a repartirlos. Eran unos trípticos con caricaturas un poco tiernas, el papel era barato y el fondo era de un color azul muy triste. Podías ver que habían sido hechas con mucha prisa y eso me gustaba. Llevaba a casa todas las que podía. Pierre Paulo me decía que estaba siendo egoísta, porque otra gente podría necesitarlos. Terminaba regresando a la farmacia a tirarlos de vuelta en los botes de basura limpios que llenaban con información sobre los parásitos para quien pasara. Quisiera tener uno de esos folletos aquí conmigo. Me dan nostalgia. 
     En ellos te decían cómo funcionaba “la fiebre” con dibujos, testimonios y grafiquitas. Los aliens a veces se te aparecen, pero no te hacen nada. Lo peligroso es que te enfermes. Se esparcen con luz o con sonido y crecen dentro de ti hasta eclosionar. No son tan diferentes al dengue. Explicaban también como cambia el carácter de una persona a lo largo del proceso. El parásito quiere orillarte a un lugar donde pueda huir en paz y manipula tu mente para esto, pero se supone que el cambio es sutil. Son muy listos y se las ingenian para que todos hagan lo que quieren, hasta los que están sanos.
     Releía y releía esos folletos como loca. Hasta la fecha podría decir de memoria más de uno. “Debí sospechar algo cuando mi esposo se volvió más amable e interesante” decía una mujer mayor. Al final te ponían en letras rojas: “Es que esas alimañas son carismáticas”.
     Nos pedían temer cualquier luz inusual en la noche y a la gente que actúa demasiado amable. También nos alertaban que los aliens muchas veces se roban todo lo que pueden. Al parecer se lo llevan a su planeta natal. ¿Los venderán en otra galaxia? Creo que los panfletos no decían.
Pierre Paulo se infectó mientras trabajaba en el hospital. Yo estaba descansando en casa porque estaba embarazada. Nunca lo volví a ver. Perdí al niño. Me dieron una pensión y me hicieron exámenes para asegurarse de que no tuviera nada. No tenía nada.
     Allí empezó el silencio. Se infecta en todo. Llega un punto en que te das cuenta de cómo se mueve el aire porque tienes tanto tiempo sin oír una voz humana. Esto no pasa en un día. Tampoco en una semana. Tampoco en un mes.
     Fue mi Centaine la que me salvó.
     Antes del funeral la había visto sólo una vez, y la impresión no había sido favorable. En la navidad antes de casarme con él, Paulo me llevó por primera y única vez a cenar con su familia. Esto fue antes de la invasión. Conocía ya a varios de los primos y me había hecho amiga de las primas de mi edad. Pero todos me habían dicho que los miembros más viejos de la familia eran muy conservadores y que no se llevaban bien con “gente más moderna”. Los Bina eran de sangre francesa, por eso podían justificarse nombres como “Pierre Paulo” o “Centaine”. Supongo que en parte por eso me había gustado mi esposo cuando lo conocí.
     La cena fue horrible. Desde que llegué sentí agresividad en el aire. Toda venía de mi suegra. Sentada en el trono de la mesa, aquella Centaine Bina me miraba con odio. Esa noche terminé llorando en el piso del baño de la casa. Estuve allí tirada hasta que Paulo me habló y me jaló hasta el carro.
     Por todo esto, lo último que había contemplado hacer después de enviudar había sido buscar el apoyo de los Bina. Fue Centaine quien vino a mí. Aquella noche tenía un ligero tinte rojo en el aire. Había demasiada luz, pero no venía de la luna, las estrellas o la ciudad. Ya estaba acostumbrada a las señales y miraba por una esquinita de mi ventana. En la radio hablaban de avistamientos y recomendaban no salir de nuestras casas. Vi un puntito de luz sin forma por mi ventana, me asusté y tapé los vidrios con periódico. Sabía que debía calmarme, pero no podía. Es muy imponente hablar de “alienígenas” pero la verdad es que los parásitos son muy fáciles de evitar. 
     Al principio de la plaga usaban al ejército para espantarlos, pero era un desperdicio usar balas. Terminaban haciendo que los soldados ondearan sus macanas por la noche como si trataran de espantar mariposas. La gente a veces salía de sus casas para verlo y reírse. Si un parásito trata de propagarse con luz todo lo necesario para largarlo es pegarle con una escoba. He visto sirvientas haciéndolo. Si tratan de infectarte con sonido sólo tienes que callarlos y taparte los oídos. Eventualmente se hartan y se van. Es muy difícil quedar infectado por accidente mientras sepas como se propagan.
     Alguien tocó mi puerta en la medianoche. No reconocí la voz que decía ser mi suegra. Supongo que debería haber preguntado más, pero tenía sueño y no se me ocurrió. Por suerte fue la Centaine de verdad la que apareció en mi puerta. Llevaba un sombrero muy ancho y un vestido verde como de fiesta. Se sentó en mi cama porque no tenía sofá y dijo que estaba manejando por allí.
     ¿Qué estaba haciendo, manejando en la medianoche? No lo sé, nunca me lo dijo.
Le enseñé el altar para Paulo que tenía en mi cocina. Me dio mucha pena porque las flores estaban marchitas y no me había dado cuenta. Sabía que mi suegra se pondría como loca por lo quisquillosa que podía ser, pero en vez de eso me dijo que las fotografías le daban mucha tristeza. Las había odiado la mayor parte de su vida, sentía que los ojos de las personas perdían su calor en ellas. Ahora, tristemente, no tenía fotos de Paulo o de su esposo para recordarlos.
     Estuvimos hablando toda la noche. La verdad es que muchas de nuestras conversaciones aquella vez fueron sólo tonterías, pero descubrí de repente que disfrutaba estar con ella.
     Llevaba tanto tiempo sin hablar de verdad con nadie.
Cuando amaneció Centaine dijo que iba a regresarse a San Zina. Le pedí que me dejara ir con ella. Centaine empezó con que era su tierra y que sólo iba para morir y yo le dije que entonces su tierra sería mi tierra también y su muerte sería mi muerte. Fue la primera discusión en que le gané o por lo menos eso creí entonces.
     Fueron meses felices aquellos. Volví a trabajar como enfermera, me tuvieron un poco de piedad tomando en cuenta que había enviudado. Ella empezó a vivir conmigo. Dormíamos en la misma cama y ella cuidaba del altar de Paulo y coleccionaba figuritas de gatitos de cerámica. Nunca he sentido muchos ánimos para adornar, así que me gustó como la casa se fue llenando con esas cosas.
Ella a veces miraba mi colección de panfletos. No sabría describir la explicación en su rostro cuando lo hacía. Todo en lo que parecía pensar Centaine era en viajar. Volvía a eso una y otra vez en sus conversaciones.
     Centaine empezó a subir de peso, pero su cuerpo tomó una figura extraña. Pasó de ser una mujer delgadísima a que su vientre se le abultara como si estuviera embarazada. Su rostro no se hinchó, sino que empezó a verse más esquelético. Su belleza incrementó. Sus ojos brillaban más y su piel era como de piedra. Algo en su voz cambió. Sus palabras se volvieron poesía pura. No podría reproducir una sola de sus frases, pero hasta los enunciados más simples tenían una belleza increíble cuando ella los decía. Algo había en el ritmo y en el tono de su voz. 
     Su rostro agarró un aire pícaro y joven, a la par que se veía regia y elegante como una mujer de su edad debe ser. Sus ojos tenían sólo el más ligero aire hambriento. Era tan fea y tan atrayente. Hubiera sido feliz de tener a quien sea conmigo y el que fuera alguien como ella me hacía sentirme agradecida. Yo era un vacío y sus palabras y el ritmo que cargaban me llenaban.
     Nos fuimos como los pájaros. No le avisamos a nadie. Era nuestra aventura. Nos fuimos en el carro de Pierre Paulo. No sé distinguir a los carros, pero era un carro moderno y costoso. Apilé gasolina en tanques en la cajuela, para cuando se acabara. No tenía radio, así que sólo había silencio en el camino, como si este me persiguiera. Recuerdo los primeros tramos como uno de los momentos más felices de mi vida.
     Llegamos a la parte del país donde todo es piedra, arena y matorrales secos y espinosos. Centaine empezó a tener una tos muy extraña. Cada vez nos perdíamos más en el terreno. El desierto era eterno en torno a nosotros. Siempre era el mismo paisaje. El mundo era una línea recta.
     La plática de Centaine regresó después de estar en silencio la mayoría del viaje. Empezó a hablar de Pierre Paulo. Dijo que había soñado sobre su muerte. Cuando nos parábamos un rato, ella sacaba un cigarro y abría la puerta de su lado, con los pies en el suelo, mirando al cielo. Dijo que recordaba e la noche en que le dijeron que su hijo había muerto. Una sola llamada. ¿Cómo te enteraste tú? Un hombre vino a mi casa, le dije. Tenía una chaqueta de cuero.
     Centaine dijo que quizás Paulo seguía vivo, en alguna parte. Que ella creía que tal vez en una vieja prisión todos los muertos cuyos cadáveres no hemos visto se preguntan si todavía los buscamos.  
Cuando cayó la noche, dormimos cada una en nuestro asiento del carro. Centaine temblaba del frío, pero no quiso una manta ni nada. Al tocar su mano, noté que su pulso era demasiado rápido. Su vientre era aún más grande que antes. Parecía una garrapata llena de sangre.
     Al día siguiente el paisaje fue el mismo. Centaine miraba directamente al frente. Empezó a hablar al mediodía. Me dijo que si deseaba irme lo hiciera ya. Dijo que no estábamos en un desierto ni en una carretera, estábamos en un eco.
     No me fui. Quisiera haber tenido el valor de decir las palabras que no podía decir. Quisiera haber sabido expresar el amor que tenía y que yo sabía no debía tener.
     El último día ella me pidió que parara el carro para ir al baño. Tardó media hora. Cuando la fui a buscar, estaba parada, miraba a un punto en el cielo como asustada. Entonces empezó a correr. Corría como una garza, con una energía imposible. Tiré mis zapatos y corrí por el desierto descalza para atraparla. No lo hubiera logrado de no ser porque se detuvo y se arrodilló. Entonces gritó: “VETE, VETE, VETE, VETE, VETE, VETE, VETE, VETE” y empezó a comer tierra como si fuera agua que se pudiera beber. La obligué a que la escupiera, forcejeamos, yo la cargué hasta el carro. Aunque estaba tan gorda ya, era muy ligera. 
     Ella lloraba, gritaba, hacía gritos inhumanos, chillidos agudos como de animal salvaje, alzando la cabeza hacía el sol, retorciéndose como un insecto. Su corazón explotaba
Estuve horas haciendo nada más que mirarla. Quería estar segura de que no trataría de escapar de nuevo. En algún punto, me quedé dormida. Cuando desperté, el rostro de Centaine estaba tieso, como piedra. Sus pupilas se quedaron atascadas a un punto exacto. Había terminado. Mi Centaine se había ido.
     Abrí la puerta de su lado y la vi. Acerqué mi mano para cerrar sus ojos y entonces traté de acercar mi rostro al suyo. Entonces me miró. Centaine se paró y salió el carro. Su cuerpo se movía como una muñeca, todo estaba tieso, sus manos pegadas al cuerpo. Se inclinaba ligeramente hacía atrás con cada paso, pero no se caía. Avanzó como un metro hacia el desierto y yo me hice para atrás para darle más espacio. Cuando estuvo alejada de todo alzó sus manos hacía el cielo, haciendo para atrás su cabeza. Entonces abrió la boca y la abrió demasiado, como una serpiente tratando de tragar un huevo. 
     Un grito lleno de eco salió de su garganta, como saliendo de una cueva muy profunda. Entonces de dentro de su garganta salió una mariposa negra. Le siguieron más mariposas negras, pequeñas, grandes, negras como la noche, volando rápido hacía el cielo. Un torrente de mariposas negras salió de su boca, pintando el aire, creando una tormenta con sus alas negras. 
     Su rostro se hizo más para atrás por la fuerza de la tormenta, hasta que sus piernas cedieron y su cuerpo se hincó, entonces su cabeza se tiró para atrás hasta el suelo, arqueando todo su cuerpo. La última mariposa salió al momento que la punta de su cabeza tocó el suelo, y entonces su cuerpo se deshizo. Su piel tomó la consistencia del papel cuando se quema, sus huesos aparecieron y se deshicieron y pronto sólo quedó de Centaine su ropa y cenizas negras, pétalos de loto negro tirados en el suelo. 
     Las mariposas giraron en un gran río negro, bajaron y levantaron el carro de Paulo. Entonces se perdieron en el cielo rumbo al espacio, robándose el carro como habían dicho que hacen a veces y se alejaron hasta que eran un punto negro sobre mí. No me dejaron siquiera con que irme de allí.
Ahora estoy aquí, en San Zina, sin mi Centaine. Me digo a mi misma que mi vientre se ha abultado y escucho mis propias palabras para ver si hay alguna poética en ellas que antes no estaba. En mis sueños hay voces hablándome desde mi estómago. Tienen muy linda voz.




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