Centaine Bina ya no está en este
mundo. Me dejó mientras viajábamos para San Zina. De ella no
quedó nada. Ya lo reporté al hospital y ellos al gobierno y
pusieron su nombre en una listita de afectados. Ahora estoy en
cuarentena y no me han hecho más preguntas. No me dejan hablar con
nadie y no dicen si me voy a curar. Se supone que todavía hay
remedio siempre y cuando la infección no haya llegado hasta cierto
punto, pero no me han dicho si ese es mi caso.
Hace unos tres años pasamos por lo que
podría llamarse una invasión alienígena, pero no fue algo tan
malo. Estaba casada con Pierre Paulo Bina. Hubo bastante pánico al
principio. Se hablaba de cosas terribles, de guerras con otros
planetas y cosas así. No sé qué hubiera hecho si mi esposo no
hubiese sabido calmarme. Soy una persona bastante débil de carácter.
Aunque sepa qué debo hacer, me tranquiliza mucho tener quien me lo
diga. Tomar decisiones puede ser difícil, no creo sea malo necesitar
quien lo haga por una. Pierre Paulo fue eso para mí cuando muchos
creían que el mundo se acababa
Afortunadamente no fue el fin. Se
esparció por la radio toda la información de los parásitos. Varias
imprentas locales empezaron a sacar panfletos y a repartirlos. Eran
unos trípticos con caricaturas un poco tiernas, el papel era barato
y el fondo era de un color azul muy triste. Podías ver que habían
sido hechas con mucha prisa y eso me gustaba. Llevaba a casa todas
las que podía. Pierre Paulo me decía que estaba siendo egoísta,
porque otra gente podría necesitarlos. Terminaba regresando a la
farmacia a tirarlos de vuelta en los botes de basura limpios que
llenaban con información sobre los parásitos para quien pasara.
Quisiera tener uno de esos folletos aquí conmigo. Me dan nostalgia.
En ellos te decían cómo funcionaba
“la fiebre” con dibujos, testimonios y grafiquitas. Los aliens a
veces se te aparecen, pero no te hacen nada. Lo peligroso es que te
enfermes. Se esparcen con luz o con sonido y crecen dentro de ti
hasta eclosionar. No son tan diferentes al dengue. Explicaban también
como cambia el carácter de una persona a lo largo del proceso. El
parásito quiere orillarte a un lugar donde pueda huir en paz y
manipula tu mente para esto, pero se supone que el cambio es sutil.
Son muy listos y se las ingenian para que todos hagan lo que quieren,
hasta los que están sanos.
Releía y releía esos folletos como
loca. Hasta la fecha podría decir de memoria más de uno. “Debí
sospechar algo cuando mi esposo se volvió más amable e interesante”
decía una mujer mayor. Al final te ponían en letras rojas: “Es
que esas alimañas son carismáticas”.
Nos pedían temer cualquier luz inusual
en la noche y a la gente que actúa demasiado amable. También nos
alertaban que los aliens muchas veces se roban todo lo que pueden. Al
parecer se lo llevan a su planeta natal. ¿Los venderán en otra
galaxia? Creo que los panfletos no decían.
Pierre Paulo se infectó mientras
trabajaba en el hospital. Yo estaba descansando en casa porque estaba
embarazada. Nunca lo volví a ver. Perdí al niño. Me dieron una
pensión y me hicieron exámenes para asegurarse de que no tuviera
nada. No tenía nada.
Allí empezó el silencio. Se infecta
en todo. Llega un punto en que te das cuenta de cómo se mueve el
aire porque tienes tanto tiempo sin oír una voz humana. Esto no pasa
en un día. Tampoco en una semana. Tampoco en un mes.
Fue mi Centaine la que me salvó.
Antes del funeral la había visto sólo
una vez, y la impresión no había sido favorable. En la navidad
antes de casarme con él, Paulo me llevó por primera y única vez a
cenar con su familia. Esto fue antes de la invasión. Conocía ya a
varios de los primos y me había hecho amiga de las primas de mi
edad. Pero todos me habían dicho que los miembros más viejos de la
familia eran muy conservadores y que no se llevaban bien con “gente
más moderna”. Los Bina eran de sangre francesa, por eso podían
justificarse nombres como “Pierre Paulo” o “Centaine”.
Supongo que en parte por eso me había gustado mi esposo cuando lo
conocí.
La cena fue horrible. Desde que llegué
sentí agresividad en el aire. Toda venía de mi suegra. Sentada en
el trono de la mesa, aquella Centaine Bina me miraba con odio. Esa
noche terminé llorando en el piso del baño de la casa. Estuve allí
tirada hasta que Paulo me habló y me jaló hasta el carro.
Por todo esto, lo último que había
contemplado hacer después de enviudar había sido buscar el apoyo de
los Bina. Fue Centaine quien vino a mí. Aquella noche tenía un
ligero tinte rojo en el aire. Había demasiada luz, pero no venía de
la luna, las estrellas o la ciudad. Ya estaba acostumbrada a las
señales y miraba por una esquinita de mi ventana. En la radio
hablaban de avistamientos y recomendaban no salir de nuestras casas.
Vi un puntito de luz sin forma por mi ventana, me asusté y tapé los
vidrios con periódico. Sabía que debía calmarme, pero no podía.
Es muy imponente hablar de “alienígenas” pero la verdad es que
los parásitos son muy fáciles de evitar.
Al principio de la plaga usaban al
ejército para espantarlos, pero era un desperdicio usar balas.
Terminaban haciendo que los soldados ondearan sus macanas por la
noche como si trataran de espantar mariposas. La gente a veces salía
de sus casas para verlo y reírse. Si un parásito trata de
propagarse con luz todo lo necesario para largarlo es pegarle con una
escoba. He visto sirvientas haciéndolo. Si tratan de infectarte con
sonido sólo tienes que callarlos y taparte los oídos. Eventualmente
se hartan y se van. Es muy difícil quedar infectado por accidente
mientras sepas como se propagan.
Alguien tocó mi puerta en la
medianoche. No reconocí la voz que decía ser mi suegra. Supongo que
debería haber preguntado más, pero tenía sueño y no se me
ocurrió. Por suerte fue la Centaine de verdad la que apareció en mi
puerta. Llevaba un sombrero muy ancho y un vestido verde como de
fiesta. Se sentó en mi cama porque no tenía sofá y dijo que estaba
manejando por allí.
¿Qué estaba haciendo, manejando en la
medianoche? No lo sé, nunca me lo dijo.
Le enseñé el
altar para Paulo que tenía en mi cocina. Me dio mucha pena porque
las flores estaban marchitas y no me había dado cuenta. Sabía que
mi suegra se pondría como loca por lo quisquillosa que podía ser,
pero en vez de eso me dijo que las fotografías le daban mucha
tristeza. Las había odiado la mayor parte de su vida, sentía que
los ojos de las personas perdían su calor en ellas. Ahora,
tristemente, no tenía fotos de Paulo o de su esposo para
recordarlos.
Estuvimos hablando toda la noche. La
verdad es que muchas de nuestras conversaciones aquella vez fueron
sólo tonterías, pero descubrí de repente que disfrutaba estar con
ella.
Llevaba tanto tiempo sin hablar de
verdad con nadie.
Cuando amaneció Centaine dijo que iba
a regresarse a San Zina. Le pedí que me dejara ir con ella.
Centaine empezó con que era su tierra y que sólo iba para morir y
yo le dije que entonces su tierra sería mi tierra también y su
muerte sería mi muerte. Fue la primera discusión en que le gané o
por lo menos eso creí entonces.
Fueron meses felices aquellos. Volví a
trabajar como enfermera, me tuvieron un poco de piedad tomando en
cuenta que había enviudado. Ella empezó a vivir conmigo. Dormíamos
en la misma cama y ella cuidaba del altar de Paulo y coleccionaba
figuritas de gatitos de cerámica. Nunca he sentido muchos ánimos
para adornar, así que me gustó como la casa se fue llenando con
esas cosas.
Ella a veces miraba mi colección de
panfletos. No sabría describir la explicación en su rostro cuando
lo hacía. Todo en lo que parecía pensar Centaine era en viajar.
Volvía a eso una y otra vez en sus conversaciones.
Centaine empezó a subir de peso, pero
su cuerpo tomó una figura extraña. Pasó de ser una mujer
delgadísima a que su vientre se le abultara como si estuviera
embarazada. Su rostro no se hinchó, sino que empezó a verse más
esquelético. Su belleza incrementó. Sus ojos brillaban más y su
piel era como de piedra. Algo en su voz cambió. Sus palabras se
volvieron poesía pura. No podría reproducir una sola de sus frases,
pero hasta los enunciados más simples tenían una belleza increíble
cuando ella los decía. Algo había en el ritmo y en el tono de su
voz.
Su rostro agarró un aire pícaro y
joven, a la par que se veía regia y elegante como una mujer de su
edad debe ser. Sus ojos tenían sólo el más ligero aire hambriento.
Era tan fea y tan atrayente. Hubiera sido feliz de tener a quien sea
conmigo y el que fuera alguien como ella me hacía sentirme
agradecida. Yo era un vacío y sus palabras y el ritmo que cargaban
me llenaban.
Nos fuimos como los pájaros. No le
avisamos a nadie. Era nuestra aventura. Nos fuimos en el carro de
Pierre Paulo. No sé distinguir a los carros, pero era un carro
moderno y costoso. Apilé gasolina en tanques en la cajuela, para
cuando se acabara. No tenía radio, así que sólo había silencio en
el camino, como si este me persiguiera. Recuerdo los primeros tramos
como uno de los momentos más felices de mi vida.
Llegamos a la parte del país donde
todo es piedra, arena y matorrales secos y espinosos. Centaine empezó
a tener una tos muy extraña. Cada vez nos perdíamos más en el
terreno. El desierto era eterno en torno a nosotros. Siempre era el
mismo paisaje. El mundo era una línea recta.
La plática de Centaine regresó
después de estar en silencio la mayoría del viaje. Empezó a hablar
de Pierre Paulo. Dijo que había soñado sobre su muerte. Cuando nos
parábamos un rato, ella sacaba un cigarro y abría la puerta de su
lado, con los pies en el suelo, mirando al cielo. Dijo que recordaba
e la noche en que le dijeron que su hijo había muerto. Una sola
llamada. ¿Cómo te enteraste tú? Un hombre vino a mi casa, le dije.
Tenía una chaqueta de cuero.
Centaine dijo que quizás Paulo seguía
vivo, en alguna parte. Que ella creía que tal vez en una vieja
prisión todos los muertos cuyos cadáveres no hemos visto se
preguntan si todavía los buscamos.
Cuando cayó la noche, dormimos cada
una en nuestro asiento del carro. Centaine temblaba del frío, pero
no quiso una manta ni nada. Al tocar su mano, noté que su pulso era
demasiado rápido. Su vientre era aún más grande que antes. Parecía
una garrapata llena de sangre.
Al día siguiente el paisaje fue el
mismo. Centaine miraba directamente al frente. Empezó a hablar al
mediodía. Me dijo que si deseaba irme lo hiciera ya. Dijo que no
estábamos en un desierto ni en una carretera, estábamos en un eco.
No me fui. Quisiera haber tenido el
valor de decir las palabras que no podía decir. Quisiera haber
sabido expresar el amor que tenía y que yo sabía no debía tener.
El último día ella me pidió que
parara el carro para ir al baño. Tardó media hora. Cuando la fui a
buscar, estaba parada, miraba a un punto en el cielo como asustada.
Entonces empezó a correr. Corría como una garza, con una energía
imposible. Tiré mis zapatos y corrí por el desierto descalza para
atraparla. No lo hubiera logrado de no ser porque se detuvo y se
arrodilló. Entonces gritó: “VETE, VETE, VETE, VETE, VETE, VETE,
VETE, VETE” y empezó a comer tierra como si fuera agua que se
pudiera beber. La obligué a que la escupiera, forcejeamos, yo la
cargué hasta el carro. Aunque estaba tan gorda ya, era muy ligera.
Ella lloraba, gritaba, hacía gritos
inhumanos, chillidos agudos como de animal salvaje, alzando la cabeza
hacía el sol, retorciéndose como un insecto. Su corazón explotaba
Estuve horas haciendo nada más que
mirarla. Quería estar segura de que no trataría de escapar de
nuevo. En algún punto, me quedé dormida. Cuando desperté, el
rostro de Centaine estaba tieso, como piedra. Sus pupilas se quedaron
atascadas a un punto exacto. Había terminado. Mi Centaine se había
ido.
Abrí la puerta de su lado y la vi.
Acerqué mi mano para cerrar sus ojos y entonces traté de acercar mi
rostro al suyo. Entonces me miró. Centaine se paró y salió el
carro. Su cuerpo se movía como una muñeca, todo estaba tieso, sus
manos pegadas al cuerpo. Se inclinaba ligeramente hacía atrás con
cada paso, pero no se caía. Avanzó como un metro hacia el desierto
y yo me hice para atrás para darle más espacio. Cuando estuvo
alejada de todo alzó sus manos hacía el cielo, haciendo para atrás
su cabeza. Entonces abrió la boca y la abrió demasiado, como una
serpiente tratando de tragar un huevo.
Un grito lleno de eco salió de su
garganta, como saliendo de una cueva muy profunda. Entonces de dentro
de su garganta salió una mariposa negra. Le siguieron más mariposas
negras, pequeñas, grandes, negras como la noche, volando rápido
hacía el cielo. Un torrente de mariposas negras salió de su boca,
pintando el aire, creando una tormenta con sus alas negras.
Su rostro
se hizo más para atrás por la fuerza de la tormenta, hasta que sus
piernas cedieron y su cuerpo se hincó, entonces su cabeza se tiró
para atrás hasta el suelo, arqueando todo su cuerpo. La última
mariposa salió al momento que la punta de su cabeza tocó el suelo,
y entonces su cuerpo se deshizo. Su piel tomó la consistencia del
papel cuando se quema, sus huesos aparecieron y se deshicieron y
pronto sólo quedó de Centaine su ropa y cenizas negras, pétalos de
loto negro tirados en el suelo.
Las mariposas giraron en un gran río
negro, bajaron y levantaron el carro de Paulo. Entonces se perdieron
en el cielo rumbo al espacio, robándose el carro como habían dicho
que hacen a veces y se alejaron hasta que eran un punto negro sobre
mí. No me dejaron siquiera con que irme de allí.
Ahora estoy aquí, en San Zina, sin mi
Centaine. Me digo a mi misma que mi vientre se ha abultado y escucho
mis propias palabras para ver si hay alguna poética en ellas que
antes no estaba. En mis sueños hay voces hablándome desde mi
estómago. Tienen muy linda voz.
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