El día que
llegué a Saltillo fue un 11 de agosto del 2011. Lo recuerdo bien
porque el 11:11 era un juego de adolescentes en el que podías pedir
un deseo. No olvido ni la fecha ni todo lo que viví en esas primeras
horas cuando llegué a la Residencia Universitaria.
Bajo del autobús
en el hospital del niño, tal como me indicó mi hermana. Llevo una
dirección anotada en un papelito: Monclova, 1727; colonia República
Poniente, entre Colima y Campeche, a un lado de TV Azteca. Debo
buscar un taxi amarillo y pedirle que me lleve. Me parece una
excentricidad neoyorkina que todos los taxis aquí sean del mismo
color. En realidad sólo es una ilusión de la vida capitalina porque
en Sabinas –mi pequeña ciudad natal– apenas hay un sitio de
taxis frente a la central de camiones que trabaja muy a las fuerzas.
Llueve mucho y
tengo frío, pero mi suéter está escondido quién sabe dónde en mi
maleta. Mi instinto de pueblerina me indicaba que deberíamos estar a
45° C y no calculé llevar una chamarra a la mano a mitad del
verano. No consigo taxi y me da miedo que la lluvia despinte las
notas escritas con pluma de gel morada, pero también me da miedo
guardarme el papelito en los minibolsillos de mi pantalón, que se me
caiga y quedarme en el limbo sin saber a dónde ir.
Por fin consigo
automóvil. Le hablo con voz firme para que no me vea foránea y me
secuestre y me venda a una red de trata de blancas, como si mi maleta
gigantesca no me delatara por sí misma. Trato de memorizar todos los
edificios y calles por los que pasamos, pero la verdad no tengo idea
de dónde estoy. Me aguanto las ganas de llorar porque aún no tengo
la certeza de que el taxista no sea un violador. 11:11, quiero estar
en mi casa.
Después de
atravesar un laberinto de vialidades, llegamos por fin. Uno piensa en
un internado y su mente directo vuela a las referencias de telenovela
con una madrastra malvada que envía a la niña indefensa a un
caserón siniestro de largas habitaciones repletas de literas. Pero
los números grabados en dorado me comprueban que estoy en la
dirección correcta: 1727, es aquí. Una barda empedrada e
intercalada con rejas negras protege a la gran casa color beige,
flanqueada por geranios en flor.
Toco el timbre y
me recibe una chica bajita y pelirroja artificial.
-Hola. Eres la
hermana de Delia, ¿verdad?
Su amabilidad me
sorprende y apenas alcanzo a asentir. Abre la reja y se presenta. Me
invita a pasar y me comenta que la casa está semi vacía porque las
clases regulares aún no comienzan. Doña Maru, quien es la cocinera
y encargada de la casa llega el lunes, y la mayoría de las
estudiantes hasta dentro de una semana.
La Residencia
Universitaria está muy lejos del imaginario de pesadilla
telenovelesca. No es más que una casa rentada que otrora debió
pertenecer a una familia adinerada. Unos escalones de mármol dan
paso a la puerta principal, que es toda de vidrio custodiado con
barrotes negros garigoleados. En la parte superior tiene una media
luna que da un toque majestuoso.
Nos recibe una
estancia donde hay un par de sillones. Del lado derecho hay unas
escaleras que conducen a las habitaciones del segundo piso. Su
barandal también es negro en una perfecta sincronía con la puerta y
la reja. Tiene una forma semicircular, siguiendo la estructura
cóncava de la habitación. A la izquierda está el estudio de la
maestra Angélica. Hay un escritorio vintage, grandes libreros de
madera y una ventana enorme. Toda la planta baja está dividida por
muros entrecortados que dan forma a cada una de las habitaciones.
Frente al
estudio está el comedor. Tiene cinco mesas circulares con sillas
verdes muy estilo de los años setenta y un gran ventanal, con
cortinas blancas, permite observar el patio trasero donde hay más
flores y algunas higueras. Hay una televisión de pantalla plana que
no tenemos permiso para encender, sólo funciona por las noches
después de cenar, cuando doña Maru ve su telenovela.
Entre el estudio
y el comedor, los muros simulan un pasillo. En el fondo a la
izquierda hay un altar con la imagen de la virgen de Guadalupe,
algunas veladoras y flores. Allí se bifurca en dos habitaciones. Del
otro lado del pasillo llegamos a la cocina que también está
dividida por un muro. Una parte es para la alacena y el refrigerador.
En la otra está una enorme estufa verde de seis mechas, la cocineta
integral de madera caoba y una larga mesa de mármol.
Entre el comedor
y la cocina hay unas escaleras que descienden hacia el sótano: el
salón de estudio. Ocho mesas largas se extienden por la habitación.
La pared Izquierda está cubierta por estantes de metal que son
pequeños libreros para cada una de las residentes. Ahí dejan sus
libros, cuadernos y demás chucherías que pueden utilizar en la
universidad: lienzos, pintura, material de laboratorio. En la otra
pared hay cinco pequeños escritorios, cada uno con una computadora
como si fuera un ciber café privado.
Lo más
sorprendente no es la elegancia de la arquitectura de los cincuentas
ni la antigüedad de los muebles. Lo más impresionante son los
cientos de ojos que te observan desde las paredes. Agrupadas en
cuadros por generación, cada una de las alumnas de RU, desde su
fundación hasta la actualidad, posa en una foto tamaño postal que
incluye su nombre, carrera y año en que ingresaron a la casa.
Los cuadros
están por todos lados: en el comedor, en el sótano, en los
pasillos. Si los vemos con atención se pueden detectar los avances
tecnológicos en la industria fotográfica y discernir la moda
imperante de cada época. Algunas chicas aparecen con flecos
inamovibles por el fijador en spay, otras con cejas delgadísimas
como si apenas fuera una rayita dibujada sobre su ojo, o algunas
lucen un gallo saltado porque prefirieron quedarse con una foto fea a
volver a pagar y esperar una semana para el revelado.
El muro de la
estancia principal se reserva para las nuevas de cada año. “Ahí
te va a tocar a ti”, me señala la pelirroja. Y la idea de pender
de un cuadro para siempre me parece como el rito de iniciación a una
secta secreta.
Sólo falta
conocer las habitaciones. “No está la coordinadora, pero me
dijeron que te vas a quedar en Themis, vamos arriba”, menciona.
Pongo cara de desconcierto. No sé de qué me habla. Se ríe y me
explica.
Aquí los
cuartos tienen nombre. Abajo, junto al despacho de la maestra
Angélica están Divas y Vox Day, o voz de Dios, como le decimos la
mayoría. Uno de esos es la habitación de la coordinadora, la chava
encargada de supervisar al resto, ahí viven siete y comparten un
baño. Arriba están Imaginación, Themis y Shivolet, además de la
Morgue 1 y 2, que son dos mini habitaciones dentro de las otras.
Escuchó Morgue
y pienso en muerte. Qué bueno que no me enviaron allí. Seguro mi
rostro refleja el miedo porque se vuelve a reír, “no se llaman
morgue, en realidad son biblioteca 1 y 2; pero como están muy
pequeños todas les decimos así”.
Afuera, junto a
la lavandería, hay otros dos cuartos que se llaman Amanecer y
Felicidad, esos también son para ocho chavas y comparten un baño.
Todas le dicen “el depa” porque tienen cierta independencia de la
casa.
Me deja en la
habitación y me quedo sola. El tour se acabado. La pelirroja me
contó que mi hermana vive en el depa 1 y que probablemente me mude
allá cuando inicie el semestre. Yo tuve que llegar una semana antes
para los cursos de inducción, mientras tanto debo quedarme aquí.
Saco de mi
maleta las cobijas rosas que me indicaron traer y tiendo mi cama. Me
recuesto y me cubro hasta la cabeza. Creí que mi hermana me jugaba
una mala broma cuando dijo que era una regla que todas tuviéramos
sábanas y cubre almohadas del mismo color, pero veo las camas de mis
compañeras y me doy cuenta que era cierto. Aquí adentro todo parece
de fantasía. Se me fueron las ganas de llorar. 11:11, creo que al
fin llegué a casa.
Hola Aida. Saludos desde Piedras Negras. Me gustó mucho tu texto. Felicidades.
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