A la memoria de Manuel Hernández, psicoanalísta Algo me hizo tocar el timbre del 906 de la calle Josefina a las 6:30 de la tarde. Quien solía abrir desde el interruptor lo hacía desde la primera reja de la entrada. Sostenía a dos perros: una pachoncita tremendamente gorda de nombre “Nathassa” y otro de gran tamaño al que le decían “Borolas”. A la primera la reconocí al instante, una lowchen gris regalo de Frida para M. Hernández, y el otro era un tierno labrador blanco. Me pidió que le ayudara a cuidarlos mientras me pasaba al interior. En el fondo de la salita vi a Paty Reyes, instalada en el gran sofá color verde, con sus gafas y sus rizos oscuros, y sonriendo, tal vez de gusto, como el que yo sentía y que también me daba nervios. Tenía a los dos perros conmigo y, a pesar de su jugueteo, me preguntaba qué era lo que estaba sucediendo en este lugar. Todo lo anterior, ¿qué era? Lo primero que pensé fue que entonces había sido una farsa, un lapso suspendido en el tiempo.
Sitio de creación literaria del Seminario de Literatura Francisco José Amparán