Es domingo. Casi mediodía. El sol
de abril penetra sin remordimiento por la ventana. Mi panza gruñe. Tengo sed.
Mi boca desprende un desagradable olor a alcohol. Por lo menos logré dormir un
rato de corrido. Con el mismo pensamiento que me fui a la cama, desperté. ¿Lo
que pasó con Sofi fue realmente un accidente o fue algo que hice a propósito?
Lloró. No sé si por
vergüenza y por el coraje o porque de algún modo descubrió esos sentimientos
que a veces guardo hacia ella, los cuales tienen su origen en pensamientos que quisiera
enterrar en lo más subterráneo de mi mente para
que nunca vuelvan a salir.
Lloró, aunque
increíblemente las dos o tres lágrimas que soltó fueron incapaces de arruinar
su maquillaje. Se contuvo para no decirme algo más, algo así como “no seas
pendeja”.
Celebrábamos mi
cumpleaños y lo único que salió de su boca fue un “¡fíjate!”. No quiso arruinarme
la fiesta.
Lo mejor hubiera sido
que me insultara y que me gritara. Así por lo menos se hubiera desquitado un
poco y yo me sentiría aliviada. Menos culpable y menos avergonzada. Así, mis
otras hermanas y mi madre, que me lanzó una mirada de desprecio, me hubieran
juzgado la víctima: “Sofi, cálmate, fue un accidente. Además, es el cumpleaños
de tu hermana”. De eso modo, también, hubiera sido más fácil engañarme a mí
misma, coincidir con mi madre y con las otras en que yo era la agraviada.
Lo que más me preocupa
es lo que piensa Édgar. Cuando le aseguré al borde de las lágrimas que todo
había sido un accidente, me dijo que me creía, que no pasaba nada. Pero advertí
duda en su mirada cuando me abrazaba, incluso pena, no por Sofi, sino por mí.
No sé bien de dónde saqué esa idea.
Ese miedo, para ser más precisa. ¿De una novela? ¿De una película? ¿O de uno de
los chismes que a veces cuenta mi madre? Lo cierto es que ese pensamiento ya
alguna vez me había inquietado. Pero no tanto como la mañana que a Édgar,
después de que habíamos hecho el amor, se le ocurrió comentarme, como si fuera
una gracia, cuando estuvo enamorado de una “chavita”. Una palabra que me
laceró, pues de por sí soy cuatro años mayor.
Que la chava en
cuestión se hubiera dado el lujo de rechazarlo y que él se sintiera atraído por
una mujer menor, puso enseguida a trabajar mi mente, que dibujó a una muchacha
de cara hermosa, cuerpo delgado y bien formado, desbordante de alegría y
despreocupación. En pocas palabras, todo lo opuesto a mí. Dibujé con tanto detalle
a esa mujer joven y hermosa, que no tardé mucho en llegar a la imagen de Sofi.
Ese
comentario de Édgar acabó inmediatamente con la felicidad de la noche anterior
y que yo auguraba se extendería a la mañana de ese día. Él, por supuesto, lo
notó. Nos despedimos enojados. Obviamente no quise revelarle el origen de mi cambio
radical de estado de ánimo. Lo único que me atreví a decirle fue que de pronto me
había invadido un miedo a que un día hiciera algo que sin duda me destruiría:
que me dejara por una mujer más joven y bonita. Édgar estaba acostumbrado a mis
pensamientos de esa índole, así que no insistió en conocer la razón y se fue.
Recuerdo
el resto de ese día como un tormento. Imaginaba a Édgar haciendo el amor, no
conmigo, tampoco con la chavita, sino con Sofi, a la que entonces él ni
siquiera conocía. Claramente la veía a ella disfrutar de todo lo que él me
hacía. Me avergonzaba, como pocas veces lo he hecho en la vida, de ese
pensamiento. Si Sofi es mi hermana, Dios mío, cómo va a hacerme eso, por favor,
ayúdame a librarme de ese pensamiento. Pero entre más deseaba apartar esa
imagen, más nítida se volvía.
Sofi es la menor de las cuatro. Yo
soy la mayor. A ella le llevo once años, más de una década: una generación. Le
ayudaba a mi madre a cargarla y a darle el biberón. En esos momentos se
convertía en mi muñeca. La he querido tanto a ella desde que nació, y ella ha
sido tan recíproca con ese cariño, que no logro explicarme cómo es que nuestra
relación cambió.
Sofi
era esa hermanita que, cuando yo tenía veinte, llegó a salir conmigo y con mi
novio. La cuñadita a la que el novio le compraba un helado y le hacía preguntas
para caerle bien.
Fue
esa adolescente a la que desconocí cuando empezó a maquillarse y su cuerpo se
desarrolló. Dejó de ser mi muñeca y mi hermanita chaperón, y empezó a llamar la
atención de los hombres mucho más que yo.
Hasta
antes de ser novia de Édgar, lidié muy bien con su belleza, con su brillo y mi
opacidad, con mi entrada en la edad madura y su arrogante juventud. Pero una
vez que él y yo iniciamos nuestra relación, el solo hecho de que la viera en
las fotos que con ella tenía en Facebook me paralizaba. Aplacé cuanto pude la
presentación. Hasta que llegó mi cumpleaños número treinta y dos. El día en que
Édgar conocería a mi madre y a mis hermanas había llegado.
Fue un sábado. Preparamos
bocadillos y clericot. También tomamos cerveza y vino tinto. Sofi y mis otras
dos hermanas compraron un enorme pastel de chocolate, mi favorito. Amigos de
ellas y hermanos de mi madre asistieron a la reunión.
Había
pensado en ponerme un vestido y maquillarme un poquito. Quería verme bonita
porque el cumpleaños que se celebraba era el mío. Pero me rehusé porque tampoco
quería sentir que me transformaba en alguien que no era yo. Así que me puse un
pantalón de mezclilla pegado y una blusa cortita color melón. Perfume, crema de
peinar en los chinos y un bálsamo para que no se me vieran los labios resecos
fue lo especial en mi arreglo de ese día. Cuando salí de la casa rumbo al metro
para recoger a Édgar, ninguna de mis hermanas, ni mi madre, se habían bañado todavía.
Édgar
saludó con un beso en la mejilla y un abrazo a mi madre. Platicaron un rato
mientras yo hacía cosas en la cocina. De repente mis hermanas bajaron. Sofi fue
la última. Se había puesto un vestido beige que acentuaba su figura. Buen gusto
y nada de vulgaridad reflejaba su elección. El cabello ondulado, casi siempre
suelto, lo llevaba ahora recogido en una coleta. Los labios rojos contrastaban
con el blanco apenas sonrosado de su piel. Y sus ojos grandes, también
realzados por el maquillaje, delataban más que nunca sus ansías de conocer de
la vida y del mundo. Esa hambre de experiencias que sólo se experimenta, y se
refleja, cuando se tienen veinte años. Un deseo que, sin embargo, el color de
su vestido atenuaba, dándole a la vez un aire de inocencia. Una chava con la
que cualquier hombre, pensé después, querría coger, pero también proteger.
Édgar
disimuló mal el impacto que le causó verla. Tartamudeó, incluso, cuando la
saludó. En el transcurso de la tarde, la miró de reojo varias veces. Menos mal que
nadie bailó ese día…
Bebí
esa tarde no tanto porque quisiera celebrar mi vida, sino porque sólo el alcohol
me daba una ilusión de fuerza que me impidió subir y encerrarme en mi recámara a
llorar. Ya había ido una vez al baño para secarme unas lágrimas que no pude
contener. Y fui consciente, varias veces, de cómo me sudaban las manos.
Como pude, me mostré amable
con Sofi y con Édgar toda la reunión. En honor a la verdad, debo decir que todo
el tiempo ella se mostró encantadora. Es la seguridad y la tranquilidad, pensé
en un momento, que da la consciencia de la belleza.
Todavía no estaba
completamente ebria, así que no puedo argüir que “el incidente” (he decidido
llamarlo de este modo) fue producto del alcohol. Por más que lo pienso, no
puedo determinar si fue un accidente o si lo hice realmente con mala intención.
Lo que sí puedo decir es que antes de que el clericot escurriera por la parte
baja del vestido beige y las esbeltas y torneadas piernas de Sofi, como si
fuera sangre, me había llamado poderosamente la atención el juego que el color
de sus labios hacía con el vino tinto. Todo: su boca, sus manos, el cristal y
el líquido que contenía, parecía hermanar tan bien que me ofrecí a llenarle su
copa.
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