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Unos labios rojos y una copa de clericot, por Alejandra Ojendi


Es domingo. Casi mediodía. El sol de abril penetra sin remordimiento por la ventana. Mi panza gruñe. Tengo sed. Mi boca desprende un desagradable olor a alcohol. Por lo menos logré dormir un rato de corrido. Con el mismo pensamiento que me fui a la cama, desperté. ¿Lo que pasó con Sofi fue realmente un accidente o fue algo que hice a propósito?  
Lloró. No sé si por vergüenza y por el coraje o porque de algún modo descubrió esos sentimientos que a veces guardo hacia ella, los cuales tienen su origen en pensamientos que quisiera enterrar en lo más subterráneo de mi mente para que nunca vuelvan a salir.
Lloró, aunque increíblemente las dos o tres lágrimas que soltó fueron incapaces de arruinar su maquillaje. Se contuvo para no decirme algo más, algo así como “no seas pendeja”.
Celebrábamos mi cumpleaños y lo único que salió de su boca fue un “¡fíjate!”. No quiso arruinarme la fiesta.
Lo mejor hubiera sido que me insultara y que me gritara. Así por lo menos se hubiera desquitado un poco y yo me sentiría aliviada. Menos culpable y menos avergonzada. Así, mis otras hermanas y mi madre, que me lanzó una mirada de desprecio, me hubieran juzgado la víctima: “Sofi, cálmate, fue un accidente. Además, es el cumpleaños de tu hermana”. De eso modo, también, hubiera sido más fácil engañarme a mí misma, coincidir con mi madre y con las otras en que yo era la agraviada.
Lo que más me preocupa es lo que piensa Édgar. Cuando le aseguré al borde de las lágrimas que todo había sido un accidente, me dijo que me creía, que no pasaba nada. Pero advertí duda en su mirada cuando me abrazaba, incluso pena, no por Sofi, sino por mí.


No sé bien de dónde saqué esa idea. Ese miedo, para ser más precisa. ¿De una novela? ¿De una película? ¿O de uno de los chismes que a veces cuenta mi madre? Lo cierto es que ese pensamiento ya alguna vez me había inquietado. Pero no tanto como la mañana que a Édgar, después de que habíamos hecho el amor, se le ocurrió comentarme, como si fuera una gracia, cuando estuvo enamorado de una “chavita”. Una palabra que me laceró, pues de por sí soy cuatro años mayor.
Que la chava en cuestión se hubiera dado el lujo de rechazarlo y que él se sintiera atraído por una mujer menor, puso enseguida a trabajar mi mente, que dibujó a una muchacha de cara hermosa, cuerpo delgado y bien formado, desbordante de alegría y despreocupación. En pocas palabras, todo lo opuesto a mí. Dibujé con tanto detalle a esa mujer joven y hermosa, que no tardé mucho en llegar a la imagen de Sofi.
            Ese comentario de Édgar acabó inmediatamente con la felicidad de la noche anterior y que yo auguraba se extendería a la mañana de ese día. Él, por supuesto, lo notó. Nos despedimos enojados. Obviamente no quise revelarle el origen de mi cambio radical de estado de ánimo. Lo único que me atreví a decirle fue que de pronto me había invadido un miedo a que un día hiciera algo que sin duda me destruiría: que me dejara por una mujer más joven y bonita. Édgar estaba acostumbrado a mis pensamientos de esa índole, así que no insistió en conocer la razón y se fue.
            Recuerdo el resto de ese día como un tormento. Imaginaba a Édgar haciendo el amor, no conmigo, tampoco con la chavita, sino con Sofi, a la que entonces él ni siquiera conocía. Claramente la veía a ella disfrutar de todo lo que él me hacía. Me avergonzaba, como pocas veces lo he hecho en la vida, de ese pensamiento. Si Sofi es mi hermana, Dios mío, cómo va a hacerme eso, por favor, ayúdame a librarme de ese pensamiento. Pero entre más deseaba apartar esa imagen, más nítida se volvía.


Sofi es la menor de las cuatro. Yo soy la mayor. A ella le llevo once años, más de una década: una generación. Le ayudaba a mi madre a cargarla y a darle el biberón. En esos momentos se convertía en mi muñeca. La he querido tanto a ella desde que nació, y ella ha sido tan recíproca con ese cariño, que no logro explicarme cómo es que nuestra relación cambió.
            Sofi era esa hermanita que, cuando yo tenía veinte, llegó a salir conmigo y con mi novio. La cuñadita a la que el novio le compraba un helado y le hacía preguntas para caerle bien.
            Fue esa adolescente a la que desconocí cuando empezó a maquillarse y su cuerpo se desarrolló. Dejó de ser mi muñeca y mi hermanita chaperón, y empezó a llamar la atención de los hombres mucho más que yo.
            Hasta antes de ser novia de Édgar, lidié muy bien con su belleza, con su brillo y mi opacidad, con mi entrada en la edad madura y su arrogante juventud. Pero una vez que él y yo iniciamos nuestra relación, el solo hecho de que la viera en las fotos que con ella tenía en Facebook me paralizaba. Aplacé cuanto pude la presentación. Hasta que llegó mi cumpleaños número treinta y dos. El día en que Édgar conocería a mi madre y a mis hermanas había llegado.


Fue un sábado. Preparamos bocadillos y clericot. También tomamos cerveza y vino tinto. Sofi y mis otras dos hermanas compraron un enorme pastel de chocolate, mi favorito. Amigos de ellas y hermanos de mi madre asistieron a la reunión.
            Había pensado en ponerme un vestido y maquillarme un poquito. Quería verme bonita porque el cumpleaños que se celebraba era el mío. Pero me rehusé porque tampoco quería sentir que me transformaba en alguien que no era yo. Así que me puse un pantalón de mezclilla pegado y una blusa cortita color melón. Perfume, crema de peinar en los chinos y un bálsamo para que no se me vieran los labios resecos fue lo especial en mi arreglo de ese día. Cuando salí de la casa rumbo al metro para recoger a Édgar, ninguna de mis hermanas, ni mi madre, se habían bañado todavía.
            Édgar saludó con un beso en la mejilla y un abrazo a mi madre. Platicaron un rato mientras yo hacía cosas en la cocina. De repente mis hermanas bajaron. Sofi fue la última. Se había puesto un vestido beige que acentuaba su figura. Buen gusto y nada de vulgaridad reflejaba su elección. El cabello ondulado, casi siempre suelto, lo llevaba ahora recogido en una coleta. Los labios rojos contrastaban con el blanco apenas sonrosado de su piel. Y sus ojos grandes, también realzados por el maquillaje, delataban más que nunca sus ansías de conocer de la vida y del mundo. Esa hambre de experiencias que sólo se experimenta, y se refleja, cuando se tienen veinte años. Un deseo que, sin embargo, el color de su vestido atenuaba, dándole a la vez un aire de inocencia. Una chava con la que cualquier hombre, pensé después, querría coger, pero también proteger.
            Édgar disimuló mal el impacto que le causó verla. Tartamudeó, incluso, cuando la saludó. En el transcurso de la tarde, la miró de reojo varias veces. Menos mal que nadie bailó ese día…
            Bebí esa tarde no tanto porque quisiera celebrar mi vida, sino porque sólo el alcohol me daba una ilusión de fuerza que me impidió subir y encerrarme en mi recámara a llorar. Ya había ido una vez al baño para secarme unas lágrimas que no pude contener. Y fui consciente, varias veces, de cómo me sudaban las manos.
Como pude, me mostré amable con Sofi y con Édgar toda la reunión. En honor a la verdad, debo decir que todo el tiempo ella se mostró encantadora. Es la seguridad y la tranquilidad, pensé en un momento, que da la consciencia de la belleza.
Todavía no estaba completamente ebria, así que no puedo argüir que “el incidente” (he decidido llamarlo de este modo) fue producto del alcohol. Por más que lo pienso, no puedo determinar si fue un accidente o si lo hice realmente con mala intención. Lo que sí puedo decir es que antes de que el clericot escurriera por la parte baja del vestido beige y las esbeltas y torneadas piernas de Sofi, como si fuera sangre, me había llamado poderosamente la atención el juego que el color de sus labios hacía con el vino tinto. Todo: su boca, sus manos, el cristal y el líquido que contenía, parecía hermanar tan bien que me ofrecí a llenarle su copa.

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