X siempre se ha visto envuelta en situaciones absurdas por
las que ninguna mujer debería pasar, como la de esta noche. Son las dos de la mañana
y X camina por la calle Victoria con B. Mientras caminan, X se detiene cada
tanto para marcar algún número de teléfono sin obtener respuesta, sigue con la
mirada a B que se ha adelantado hacia uno de los cajeros automáticos. Mira cómo
sostiene el cigarrillo en la boca para buscar la cartera en uno de los
bolsillos traseros del pantalón. X está enamorada de B. Está dispuesta a luchar
por él incluso cuando sabe que B sigue enamorado de su exnovia.
Sabe que eso tomará tiempo. Sabe también que no soporta estar sola, por eso
sale con A, quien por fin responde a las llamadas de X. Le pide que pase por
ella al centro de la ciudad. Se excusa diciendo que la aplicación de Uber está
fallando, el cajero automático de su banco está en remodelación y no trae
efectivo. Ya te vas a coger, eh, susurra B y le pica las costillas a X, que
lleva el brazo hacia arriba sosteniendo el teléfono. Molesta, le hace una señal
con el dedo índice y luego cuelga. X sabe que B tiene razón. A es el tipo de
hombre con el que ella evita la cercanía; no sabe si carece de una visión
política, religiosa o filosófica del mundo o si simplemente no le interesa
hablar del tema. Cuando X le preguntó si creía en Dios, A respondió que para él
sólo existía el caos y luego preguntó que por qué tenían que hablar de ello. X
no hizo ningún otro intento por conocerlo. Le parecía divertido y el sexo era
alucinante, pero nunca sabía dónde estaba parada cuando estaba con él. No te voy
a dejar aquí sola, dice B. ¿Segura que va a pasar por ti?, dice B. Sí, sí,
segura, responde X, le da un beso apresurado en la mejilla y camina hacia la
calle Allende. Después de treinta minutos, X comienza a desesperarse. Se da
cuenta que la batería de su teléfono está por agotarse. Escribe un mensaje: por
favor, no tardes. Durante fracciones de segundos duda en escribir que lo
extraña. Se distrae con los gritos de una mujer a lado de una patrulla que
obstruye la calle. Es una disputa entre policías y una pareja de cubanos.
Pinga, que no te lo va a llevá, grita la mujer rubia interponiendo su cuerpo
entre uno de los policías y un hombre con la camisa estampada de pájaros. El
forcejeo termina cuando los dos son arrestados. X se da cuenta que pasó casi
una hora. El teléfono se apaga en el intento de llamar a A. Cualquiera se daría
cuenta en este punto que la espera es innecesaria pero X decide esperar, en
realidad no puede hacer otra cosa. Desde que era una niña, X está acostumbrada
a esperar: durante años esperó un hermano que nunca llegó, los mismos años que
esperó a la Barbie dentista. Tuvo que esperar a que su tío abuelo falleciera
para que dejara de tocarla. Las calles del centro de la ciudad de Saltillo
comienzan a quedarse vacías después de las tres de la mañana. X está sentada en
una de las gradas de la plaza de armas cuando un taxi amarillo toca el claxon.
¿A dónde la llevo?, dice el conductor. Estoy esperando un Uber, responde X. Es
muy tarde para que éste esperando aquí solita, dice el conductor. X se levanta
y camina hacía el 7 Eleven que está en la esquina. Se prepara un café y
pregunta si puede esperar dentro mientras pasan por ella. Sí, no hay problema,
responde una de las dos cajeras. Como las dos cajeras tienen cierta relevancia
esta noche, habrá que designarlas como Y y Z. X tiene la costumbre de golpear
el suelo y hacer círculos con los zapatos cuando está desesperada. Z nota su
desesperación y le pregunta si está esperando un Uber. X responde que está
esperando a su novio y pregunta la hora. Pasan de las tres y media. Pendejo, dice en un tono bajo aunque no lo suficiente para no
escucharse. No se permite decir malas palabras aquí, amiga, dice Y. Ahí está el
letrero, dice Y, y Z comienza a reír a carcajadas. X pide disculpas. Perdón,
pero se suponía que el pendejo de mi novio pasaría por mí y ya tardo una hora,
dice X. Los siguientes veinte minutos X y Y se lo pasan haciendo conjeturas
sobre porque A no llegó. Incluso, Y le ha prestado un cargador de batería, y a
pesar de la renuencia de Z debido a la cámara de seguridad, X entró al pequeño
baño de la bodega. Al salir, Z pregunta a X si no le importa quedarse encerrada
con llave; tienen que hacer inventario. Irónicamente, X está atrapada en el
centro de la ciudad a las cuatro de la mañana sin saber cómo regresar a casa. A
estas alturas piensa pasar la noche o lo que resta de la noche ahí. Para cuando
terminan de hacer inventario, Y y Z están realmente preocupadas por cómo llegará
X a su casa. Porque mientras ellas hicieron el inventario, X elaboró una
mentira para que ellas, las cajeras del seven, le permitieran quedarse adentro.
Les dijo que vivía con A. Les dijo que vivía con A desde hace un mes. Que
estuvieron viviendo juntos en Monterrey dos años y que en el trabajo lo habían
promovido pero tenía que mudarse a Saltillo. O sea, que ella apenas tenía un
mes viviendo en Saltillo y no conocía muy bien la ciudad porque a A no le
gustaba mucho salir y que justo por eso habían discutido hace un par de horas
en el Cerdo de Babel. Él había salido encabronado del bar y ella se había
quedado y había pedido otra cerveza. X no sabe por qué continúa mintiendo pero
lo hace. Se pregunta si realmente podría dormir, comer, leer al lado de A. Le
parece más fácil imaginarse una vida con alguien a quien no conoce. B tenía un
carácter difícil: voluble y voluntarioso. Sin embargo, aún cuando las
diferencias de sus opiniones tenían distancias kilométricas siempre podían
mediarlas. B, analizaba y daba una segunda oportunidad a las cosas y eso a X la
desbordaba. Z y Y, piensan que a X le espera una abochornada discusión en su
casa. Las penas con pan son menos, dice Y, y le ofrece una de las gorditas que
saca del microondas. X las acompaña a cenar a la bodega que apenas es más
grande que el baño. Z, es una morena de cabello rizado y ojos grandes que dejó
la escuela para cuidar a su bebé de cinco meses, y Y, también morena y de
cabello rizado pero de cuerpo más ancho que Z, trabaja y estudia. X se siente a
la deriva, no tiene idea de qué puede hacer para ganarse la vida en Saltillo, y
es cierto: acaba de terminar su ciclo como maestra y sabe que no la ocuparan el
siguiente. Ahora sólo quiere estar en casa. Piensa en tomar un taxi y pagarlo
al llegar. Antes de salir, ve a través de la puerta cristalizada a un hombre
tirado en la acera. Mueve su mano repetidamente dentro de sus pantalones.
Nuestro admirador, dice Y. Ni lo mires, ahorita se va solito, agrega. X piensa
que ella debió haber hecho lo mismo: tirarse en su cama y masturbarse.
Conocí a William Ricardo Almasucia –no quiero saber si tal era en verdad su nombre– una noche de viernes, jugando dados en la cantina de Esperanzas. Yo me escapaba de los soldados de Maximiliano luego de envenenar a tres de sus tenientes, pero me había parado una semana entera en ese pueblo de camino donde nadie resulta demasiado sospechoso. Me hospedé en una casa donde, a cambio de moneda juarista, daban aposento y viandas a aventureros y vendedores ambulantes como yo. Durante mi última noche en aquel jacalerío, entré a la cantina con la intención de tomar suficiente sotol como para soportar la marcha rumbo a la frontera en medio de la madrugada, oculto entre los trebejos de un guayín de arrieros. Cuando iba a ordenar, se me atravesó la voz del hombre: –Eh, tú, el del maletín. ¿Qué guardas: dineros o menjurjes? Me volví; pensé que se trataba de un jornalero borracho. Me topé con un oso rubio de dos metros de altura, un gringo que mascaba bien el español. –Son insectici
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